18 de diciembre de 2011

Hide your tears




No hay error en esto: la decisión fue la correcta.


Ahora no vale arrepentirse, y el cuchillo debe deslizarse con sutileza y contundencia. Con más fuerza que nunca.


¿Por qué habrías de alzar la mano y detener el proceso? El motor arrancó hace mucho, y no habrá gasolina para volverlo a hacer si lo paras ahora. Es tiempo de ocultar las lágrimas y derramar un poco sangre.

10 de diciembre de 2011

Cuando algo termina


Cuando algo termina y el corazón muere pero no muere.



Me gustan las historias, pero más allá de una historia, me fascinan los protagonistas que guían dichas historias.


Hombre, mujer o cosa. Sobre todo este último. Porque cuando ser cosa implica ser persona todo el asunto, aunque turbio, se vuelve especialmente interesante.


Quienes me conocen, saben que tengo la poco saludable tendencia y costumbre de enamorarme con facilidad de personajes que, por un motivo u otro, no tienen un final feliz. Uno que busca la infelicidad, diréis. Pero no, no voy a entrar en términos filosóficos y metafísicos sobre la felicidad, así que asumid que cuando digo que no tienen un final feliz es porque mueren.


Sí, mueren. ¿Radical?


Esto es muy significativo, al menos en la mayor parte de los casos ya que cuando un personaje muere se acabó. Caput. Su historia deja tener una proyección y cualquier recuerdo que quede es retrospectivo, memorias evanescentes de lo que había sido hasta ese momento, fantasmas que susurran a sus amigos palabras destinadas al espectador. Si hasta nosotros morimos en nuestra vida, que es nuestra historia, ¿por qué ellos iban a ser menos? Triste o no, esto es así, y en esta retrospección es donde más amargura podemos encontrar.


Una amargura que me satisface y corrompe, añadiré.


Cuando vemos la vida de alguien desfilar ante nuestros ojos es habitual que juzguemos su pelo, su mirada, sus palabras afiladas y la acidez de su carácter, Si es bueno, malo o incluso cruel. Pero solo cuando ese foco de nuestra atención muere es cuando realmente lo definimos como un ente completo. Quiero creer, o mejor dicho, afirmo que eso es porque su historia ha acabado y él, en ese final, se ha completado a sí mismo.


No puedo decir que me guste que mueran esos personajes que tanto me conmueven, con los que lloro cuando lloran, y con los que río cuando ríen. No, definitivamente no lo puedo decir, pero si de algo estoy seguro, es que en el fondo es bueno que una historia termine, y para que me entendáis os diré que penséis en la última vez que cerrasteis un libro. Un libro que os gustara realmente, que os motivara y llegara a aflorar sentimientos en vosotros. ¿Qué pasó cuando lo terminasteis y la contraportada privó a vuestros ojos de esos trazos de tinta tan superfluos para cualquier mirada que no fuera la vuestra?


Esa sensación de la que hablo es el sentimiento que te rompe y te completa. Una amarga satisfacción de saber que sabes lo que había que saber sobre algo, pero la frustración de que acabó ahí, y cualquier pregunta que quedara sobre ese alguien, sobre esa historia, quedarán sin respuesta.


Pueden escribir sobre esa persona, ríos y ríos de tinta, pero ella nunca te los contará, ni acompañará de su sonrisa una caricia, ni mucho menos, llevará sus pasos hasta ti, para contarte de primera mano quién era y sobre todo, por qué vivió lo que vivió, real o ficticiamente.


30 de noviembre de 2011

Castigo



Aunque breve, no en ello hay menos verdad. No hay buena obra que no tenga su castigo.


22 de noviembre de 2011

Quebradizo





Frágil, tan frágil como una flor que ha sido introducida en nitrógeno líquido y que se derrumbará ante el primer soplido. Y aunque hablan de castillos de naipes, soy más resistente que eso. Mucho más.


Pero las grietas se abren, y lo que se esconde detrás sólo refleja una realidad oculta, el motivo de por qué se inventaron las máscaras. Unas máscaras de cera que se derriten cuando hace calor, y se quiebran cuando bajan las temperaturas.


Este frío, este infierno frío, ha sido capaz de convertir en añicos una máscara que la masilla no ha podido reparar tras tanto tiempo, y los ojos que escondían las delgadas ranuras han dado el espectáculo que nadie esperaba. El que escrutaba podía sentir curiosidad, una lasciva curiosidad ufana por saber lo que no le importa, y eso le ha acarreado sus consecuencias. No se ha encontrado un rostro deformado, o una cicatriz de mal aspecto cruzando de parte a parte la frente. No. Simplemente han encontrado algo que no querían –o al menos, esperaban- encontrar.


Yo lo llamo resentimiento. Y es que como su propio nombre indica, se trata de un sentimiento que lo es como tal por propia definición.


Sí, sentimientos. ¿Tan desalmado me creíais?


La nueva máscara, esa que me pondré mañana después de lavarme una cara que sólo entiende de un enfrentamiento con la almohada, ya está enfriándose encima de la encimera: moldeada con una expresión agradable, con una sonrisa y las cejas altas.


Pero no os engañéis, en esa maceración sigue estando mi ingrediente secreto. Ese ingrediente que hace mía la máscara, ese ingrediente que me hace malvivir.


Pero al menos, es una forma de vida. ¿Y quién es la evolución para recriminarme nada?



13 de noviembre de 2011

Monstruos




¿Quién dijo que los monstruos no existen? Si miramos a izquierda y derecha entre una multitud probablemente nos topemos con muchos monstruos de identidad confusa, porque no es necesario ser de otra raza para ser un monstruo.


Los monstruos siempre nos han dado miedo, y aunque en parte pueda sonar inexplicable, esta base goza de argumentos más que sólidos. Todos nos hemos mirado alguna vez al espejo, y aquello que parecía un destello en la mirada, una arruga en el pómulo o un leve palpitar en la frente nos ha asustado. Y somos sensatos al tenerle miedo, al tenernos miedo, porque solo nosotros mismos somos conscientes de nuestras capacidades cuando afloran los síntomas.


No me toméis por loco, ni pretendáis ignorar a esa sensación que os ha recorrido la columna vertebral llamándoos a la alerta. Si no queréis aceptarlo es que no os aceptáis a vosotros mismos, porque en todos nosotros hay algo de monstruos.


Es por eso que me atrevería a decir que los monstruos, en sí mismos, no existen. Son parte de esa sintomatología inherente en la razón que nos hace cometer acciones que van en contra de lo no-monstruoso, así de simple.


Sí, podéis reír ahora, pero si no me habéis entendido es porque aún no habéis decidido entender que la negación de la existencia de los monstruos viene dada a que nos hemos acostumbrado a vivir con ellos en demasía.


No pondré a todos los monstruos al mismo nivel, claro está. Están los monstruos y los monstruos. Y sólo estos últimos gozan realmente del título de monstruos. Son aquellos que no sienten nada, ni para bien, ni para mal. Aquellos que cuando tienen un pedazo de carne entre sus manos lo estrujan hasta que los fluidos se escurren entre los dedos hasta formar un charco en el suelo, y son conscientes que no saben por qué lo han hecho ya que simplemente se han limitado a seguir sus instintos.


Instintos, sí… Ahí reside el auténtico peligro. Los instintos no se pueden frenar: son irracionales. No todos los tienen, pero se pueden adquirir aunque no haya mercados ni tutoriales para ello.


¿Entendéis ahora ese miedo?


La respuesta es sencilla: los monstruos, los auténticos monstruos, son creados por otros monstruos, y en nosotros reside el miedo de encontrarnos con un maestro más pronto o más tarde…


Cuidaos de los monstruos, cuidaos de vosotros mismos. Os sorprendería cuánto miedo os podéis causar con una mirada lanzada desde vuestra propia pupila.



9 de noviembre de 2011

Te esquivo



Te esquivo, por decirlo de algún modo. Y aunque he llamado así a esta entrada, aún no las tengo todas conmigo.


Hace tiempo que no escribo aquí, pero en mi mente ese incesante desfile nunca ha acabado. Tan solo que las carrozas de esta vez tenían mensajes íntimos, irrelevantes o sencillamente inexplicables.


Pasando atrás algunas páginas me di cuenta de que al final de mi día había dolor, retraimiento, frustración y en muchas ocasiones arrepentimiento. También rencor, ira y una irrefrenable sed de venganza. Pero ahora algo se ha quebrado en mí, volviendo a este lugar. No digo que haya cambiado, en mí cambiar es algo más difícil que eso. Probablemente seguiré odiando y ahogándome en la inmensidad de lo salvaje del alma, pero quería dejar algo claro, y es que no me he ido.


Definitivamente no.


Os confiaré un secreto, y es que renuncié al control. No os riáis de mí, porque fue duro, eso de renunciar al control sobre todo. Al control de la situación, del momento, de las cosas, y no os voy a mentir, también al control de las personas. No es que fuera manipulador, pero existen momentos en los que esa necesidad se apodera de ti irrefrenablemente, y el control, como necesidad superior, es la única vía de asegurar un destino, un propósito. Quizás fuera superior a mí y no estuviera hecho para ello, pero me he dado cuenta de que si no he escrito aquí prácticamente en tres meses, ha sido por este improvisado entrenamiento.


En una tormenta, todas las hojas no permanecen en el árbol. Y cuando esta acaba, es complicado recogerlas todas, porque después de los estragos, seguirán poblando tu patio, cayendo poco a poco… Sí, puede ser algo obvio, pero no lo era tanto para mí: no se puede controlar todo. Pero gracias a Dios, me he dado cuenta a tiempo.


Te esquivo, control, te esquivo… Quién me ha visto y quién me ve, pero evitarte me ha ayudado, me ayudado a comprender que ni siquiera tú eres mi vicio.






Al único control que no renunciaré, es al de mi mismo.

10 de octubre de 2011

No es caos



Como un agujero negro voraz, sin preámbulos ni propósitos, que se limitaba a absorber poco a poco cuanto encontraba. Así era su mente, hasta que se encontró a sí misma y no supo qué hacer: si tragar, o escupir.


Estamos diseñados –bien por mano evolutiva, bien por mano divina-, para conocer nuestro entorno: juzgarlo, abrazarlo, hacerlo nuestro, comprenderlo e incluso destruirlo. Pero, y digo pero, ¿qué nos prepara para entendernos a nosotros mismos?


Esa increíblemente compleja sinapsis parece ser ya no era tan perfecta como se creía. No, y en esa carencia de autoentendimiento radicaba la mayor imperfección del hombre, aquella imperfección que hacía que el humano fuera humano.


No le agradaba. ¿Cómo iba a ser agradable hacerse preguntas que no sabría contestar? ¿Desde cuándo la inopia en uno mismo había llegado a ser tan molesto?


Los pulsantes latidos, entremezclados con la algarabía de unos auriculares baratos eran la mezcolanza perfecta para rebatir el caos que embadurnaba las paredes de aquel cerebro febril: febril de indecisión. Pum, pum, pum… y una maravillosa melodía volátil. ¿De verdad era eso lo que estaba haciendo? ¿Huir?


¡Ja!, se habría dicho en épocas mejores. Esa no eres tú, ilusa, tú no eres de las que corren. Pero quién te ha visto y quién te ve…


Aquel sofoco podía con ella, y un sudor frío la empapaba, haciendo que la camiseta se tersara por toda su curvilínea espalda. Rubor, sentía rubor en las mejillas, y no por vergüenza ni descaro, simplemente era un escozor por el sobreesfuerzo: daba más de lo que podía.


Uf, uf… La entropía… la tendencia al desorden y el caos… Tendencia natural, ¿sabéis? ¿Pero por qué no se entendía? Ni una palabra, ni un color… tan siquiera una mísera definición. Ella no era ella bajo ningún juicio que emitiera su boca. ¿Por qué necesitaba de los demás para ser? Al final iba a ser cierto eso de que sólo el fin es mismo por sí mismo, y que en el fin se encuentra la soledad plena de identidad.


Identidad… ¿también caótica? Y en conclusión todo era lo mismo: preguntas y más preguntas. ¿Acaso aquello no era caos? Y lo veis, más preguntas.


De pronto, la música se interrumpió y sus propios pasos ligeros sobre la gravilla del parque la asustaron. Se escuchó a sí misma, algo que había evitado.


No, en aquella ocasión tampoco se comprendió, pero supo que no era caos cuando comenzó la siguiente canción, y sus pasos volvieron a desaparecer bajo esa máscara que todos vestimos: el disfraz de nosotros mismos, una piel en la que uno mismo nunca gusta de verse, pero es incapaz de abandonar.


La piel que habitamos, construida con fragmentos de historias que otros cuentan, porque no somos capaces de contar nuestra propia historia…



4 de octubre de 2011

Deletéreo





Reticencia, quizás desconsiderada, ante aquello y lo otro, términos que nunca se habían llegado a definir ni acotar. ¿Para qué definir lo indefinido?


Ni para bien, ni para mal. ¿Qué esperaba? Su voz no podía ser la misma: nunca había gritado, y hacerlo había hecho que se quebrara en un amasijo de cristales punzantes sin forma ni color. Y aunque hubiera sido predecible, que no lo era, ¿de qué habría servido?


Inamovible, se aferraba a aquella columna de hormigón, contemplando el inexorable vacío que terminaba en el asfalto. La abrazaba con sus brazos desnudos, y las pequeñas y ásperas imperfecciones se clavaban en su piel.


Contemplaba bajo sus pies aquella extensión de incertidumbre, salpicada de un juego de sombras y luces.


Si bien no era la primera vez que había llegado a acabar en ese lugar, era la primera vez que le costaba tanto dar ese paso hacia atrás, y tras dar el paso, dibujar su sonrisa sempiterna para luego coger el coche y llegar a casa. Su nueva casa.


No tenía tendencias suicidas, era más bien un ritual: un ritual de vida. Sentir de cerca la fragilidad que nos envuelve, vibrante y estremecedora, dar un paseo por el segundo giro del séptimo foso del infierno… Era complicado de explicar, como una bocanada de aire después de una inmersión.


Aunque bien podía malinterpretarse aquella actitud en él, un chico tan jovial y agradable que tenía una buena palabra para todos, guardaba en un oscuro rincón de su alma un pedazo de tarta podrida, una porción que no había podido comerse cuando el pastel había salido del horno y ahora se llenaba de moscas, pasada.


Dar el paso y tirarla significaba también dar otro paso, por eso se limitaba a espantar a esos múscidos lascivos de tanto en tanto. Demostrándose que no era perfecto, y que por eso merecía vivir.


La vida no es perfecta, sí. Todo aquello que es perfecto acostumbra a estar inanimado: al fin y al cabo un silencio perfecto solo lo emite un muerto, una vez ha pasado su periodo de flatulencias, claro está.


Volvió a acariciar la columna, y asintió en silencio a esa entidad que lo entiende todo pero nunca nos dice nada con palabras: el subconsciente. Su talón tocó el suelo, y poco a poco retrocedió, hacia el camino que le devolví al seno de la realidad que vivía, la realidad a la que pertenecía pero que no había elegido.


Porque lo que hay detrás de las sonrisas es que cuestión que queda relegada a aquellos que han cruzado el umbral. Aquellos que han dejado de herirse a ellos mismos.


29 de septiembre de 2011

The sea




La verdad no es bella, dijo el poeta.

20 de septiembre de 2011

Todo pasa, todo queda


Esa voz sigue en tu cabeza, y si no fuera porque sabes que no te va a oír, comenzarías a contestarle, a provocarle una sonrisa, a incitarle a acercarse más, tanto como fuera posible; porque su calor era especial.


Recuerdas aquellos momentos en los que todo era tan natural, y precisamente los recuerdas porque no los puedes olvidar, a pesar de que ese no era el plan.


Ya no te planteas lo diferente que todo podría haber sido, simplemente te limitas a regocijarte en lo bueno, y a llorar todo lo demás. Y pese a todo no hay amargura en todo ello; has cambiado.


Recrearse en el si y en el porqué son herramientas innecesarias que en su momento fueron necesarias que poder sostener todo; pero ahora, carecen de utilidad, porque todo pasa y todo queda.


Pero sabes, ya no te diría un hola, ni un qué tal, porque sería agradable verte desde una ventana y sonreír mientras te saludo con la mano, mientras me alejo en un asiento trasero de un coche.


No necesito saber más de ti, porque terminé de comprenderte el día en que te clasifiqué en un capítulo de mis fantasmas pasados.

Palabras lentas


Las palabras deben ser lentas, para recrearse y ser leídas poco a poco… Saborearlas para así extraer de ellas lo que se busca: un placer o un dolor infinito bien paladeado.


Y cuando me viste escondiendo palabras, era porque las había encontrado demasiado pronto como para regalarlas.


Como un corazón en fuga, herido de dudas que no le permiten oír la melodía de una frase apresurada… y que espera su punto y coma para entender que ese espérame merece la pena.


Las palabras deben ser lentas porque cuando nos leen, nos gusta escuchar lento, y aprender que cuando queremos se puede entender la irreflexiva abstracción de la mente atrincherada entre el vacío y el olvido. La mente del poeta atormentado.


Arrastradas por una lengua cansada las palabras adquieren la pesadez de un ancla, que permanece firme clavada, y de ser arrastrada, destrozará cuanto se encuentre a su paso…


Y sí, en la arena encontraremos palabras que por ser lentas tendrán rápido desaparecer, pero en playas de guijarros no habrá mensajes de amor olvidados, porque es el único lugar en el que las olas no tuvieron la voluntad de borrar lo que no se pudo escribir.


Pero aún así, las palabras deben ser lentas porque se deben a eso para ser palabras.


13 de septiembre de 2011

Las horas


Las horas componen nuestra vida, y nos componen, y es el paso de las horas lo que determina cómo vivimos. La forma en la que las afrontamos, o las atesoramos, o simplemente el modo en que las dejamos pasar…


Muchos han hablado del tiempo y su inexorable paso, pero yo no hablo del tiempo: hablo de las horas. Sesenta minutos con un rasero poco común, con un extinguido apego por el convencionalismo. Horas de tic tac incierto, que nos llevarán hasta un lugar en el Sol que es solo para nosotros, tal y como lo habíamos soñado.


Abrazarlas o no, sentirlas para comprenderlas, y aceptarlas por lo que son y finalmente amarlas como piezas del infinito puzle que somos y que como infinito que es, no podremos acabarlo en una sola vida. Como cada recoveco de un laberinto que aún no ha sido explorado.


Habrá muchos tipos de horas, pero se deben vivir todas de forma digna. Un teatro comienza por la mano que escribe cómo es un personaje, y el actor simplemente acatará las normas pactadas con las horas. Afrontando la vida o la muerte, para que el resto entienda la importancia de la vida.


Y me lamento al pensar que a veces sólo cuento las horas al final de nuestro día, cuando todo acaba y ya no queda rango para la acción hasta la próxima hora… en la que no sabré qué decir.

26 de agosto de 2011



Y aunque me gustaría poder decir que me enamoré de ti simplemente porque el cielo cambió de gris a azul, no fue así. Revivir una historia conlleva leer cartas y abrir cajas; volver a casa y tomar un café. Por eso nunca me atrevo a apuntar en mi agenda todas las actividades un mismo día.

Me negaré a desandar el camino, así que no insistas. Sería como gritar a una mariposa que no vuele mar adentro, porque sabes que sus alas se pararán para finalmente caer y naufragar.


No, no te pude perdonar. Y no me preguntes por qué, porque simplemente no pude.



Pero ya no es algo que me atormente. Simplemente igual que no te perdoné, tampoco te olvidé.



21 de agosto de 2011

Cuestión de kilómetros


Corremos cuando somos jóvenes, y cuando somos viejos aún más. La segunda vez que ocurre es porque ya hemos pasado por la primera, y sabemos que es necesario si queremos hacer todo lo que queremos hacer. O al menos eso quería pensar.


Él había dejado de correr. Sólo caminaba deprisa como quien dice en el camino de la vida; aunque aún no comprendía por qué.


Las manos le sudaban sobre el volante desde que había salido de casa, y los gritos de sus padres, gente acelerada, aún resonaban por su cabeza. No era nada extraño.


No estaba enfadado, aunque tampoco era para quedarse impertérrito. Le habían echado de casa, era así de simple. No con un “vete” o “recoge tus cosas”, pero sabía que de aquel modo no podía seguir viviendo junto a aquellas personas. No si quería seguir siendo quien era.


¿Hacia dónde iba? No lo sabía, pero no le preocupaba. La mayoría de nosotros vivimos sin planear lo que vamos a vivir. No sabemos si sufriremos un infarto una noche de sueño plácido, o si bajando unas escaleras tendremos el tropezón fatal. Por eso no nos concienciamos en planificar cada rumbo, cada dirección y cada sentido. Con enderezar las cosas torcidas un poco nos sentimos satisfechos.


Cuando se reencontró allí sentado, inesperadamente, se dio cuenta de que la radio estaba puesta, cosa en la que no había reparado los doscientos kilómetros que llevaba a la espalda. ¿Cómo había pasado inadvertida?


La apagó. Y su mirada se endureció.


Aquella oscuridad, adherida a la interminable carretera, le recordaba a episodios oscuros de su vida, una sensación similar a la de una camiseta mojada sobre el pecho: oprimiendo… demasiado pesada como para quitarla y demasiado pegada como para no perder algo de ti al separarte de ella.


Pronto comenzaron las curvas, y las luces del coche se reflejaban de forma intensa frente a las paredes verticales de tierra revestida con redes de aluminio. Se reflejaban hasta que desaparecían en el tramo final, vertiendo su luz a una oscuridad que la devoraba como si le fuera la vida en ello: el vacío.


Subía, ascendía metro a metro, a una velocidad inferior a la que habría deseado, pero pronto llegaría al puerto. Y cuando lo alcanzara, simplemente se limitaría a bajar inútilmente la pendiente que aquella maldita carretera secundaria le había obligado a subir.


Apenas sin darse cuenta, la pendiente desapareció y sufrió la irresistible tentación de levantar el pie del acelerador.


Ante él, un parador con zona de parking le abría una ventana a la civilización representada por un mar de luces parpadeantes que oscilaban entre el blanco y los colores más llamativos posibles.


Detuvo el motor y cuando sintió vibrar la estructura metálica del vehículo a través de la llave de arranque, un escalofrío lo sacudió.


Salió y un aire revitalizante le impactó en la cara, como una palmada que le invitaba a despertar sus sentidos.


No podía apartar la mirada del horizonte, donde la civilización amenazaba a todo lo demás. Casi con jactancia, como un “aquí estoy, ¿me ves?”.


Sonrió tristemente ante este pensamiento, y entonces alzó la vista…


Todas eran iguales, pero a la vez no lo eran: las estrellas. De un color pálido y uniforme, tendían brazos invisibles con un encanto sobrenatural. Fue tal, que a los pocos segundos una estrella fugaz se cruzó en su campo de visión y para cuando quiso, su oportunidad de pedir un deseo se había esfumado.


Decidió darles una segunda oportunidad, una segunda oportunidad que no habría existido, si no hubiera recorrido esos kilómetros de más…


Queda decir que lo que más le preocupaba de esa segunda estrella, era no formular el deseo de la forma más adecuada, se lo concediera quien se lo concediera…

15 de agosto de 2011

Crónicas de una plebe enardecida


Curiosa, la etología del vulgo. No obstante hablo sin pretensiones, y en esta ocasión ni como ajeno al colectivo. Son (somos) del vulgo con todas las de la ley.


No sé si para bien o para mal, he sido uno más en la masa estos últimos días. Codo con codo con otros seres humanos sudorosos en fila, esperando por una meta común que implicaba la activación de distintos mecanismos fisiológicos de defensa: así de masoquistas somos. Y no nos vamos a engañar, eso de hacer cola es algo que ni me gusta, ni estoy acostumbrado.


Ver las caras de los congéneres no tiene precio… ¿Quién iba a pagar por semejante patraña?


Un servidor se pregunta qué hay detrás de esa jovencita de camiseta horrible, o qué puede ocultar el chico sin camiseta al que todas sus amigas toquetean mientras presume de músculos entre risas coquetas.


Y hormonas, hormonas everywhere. Jóvenes acaramelados sin pelo en la entrepierna que ríen cada vez que sale la palabra teta en la conversación.


¿Qué les ha llevado ahí, a ese lugar, y qué historia ocultan detrás de una sonrisa? La mayoría de sus caras no cuentan esa historia, precisamente por eso no pagaría por verlas. Prefiero inventar, o atreverme a elucubrar cosas. Simplemente por diversión.


Pensar en el ser humano como ser humano, aunque suene absurdo, me resulta complicado cuanto más recapacito sobre ello. Estoy intentando medir mis palabras, pero la sensación que me llena cuando valoro los pros y los contras de nuestra raza gregaria es a partes iguales placentera que vomitiva.


Pero si algo me ha quedado claro de todo esto, es que la plebe está orgullosa de ser plebe, y se comportará como tal.


22 de julio de 2011

El vestido

Cada mañana, incluso cada vez que se miraba al espejo, sentía unas irrefrenables ganas de decirse a ella misma lo desagradable que era y escupirse a la cara. Sabía que si escupía hacia arriba y no apartaba el rostro, aquel escupitajo caería sobre ella misma. No obstante, habría llegado a ser demasiado vulgar.


Así que más allá de esos estentóreos arrebatos, se enfrascaba en lo que ella denominaba el escrutinio de sí misma. ¿A qué venía aquella obsesión por la soledad?


Dicen que los desahogos son la mejor solución para los naufragios, pero el camino que recorría no entendía de desahogos. ¿Quién si no la soledad le iba a escuchar? Ni su cama era transitada ya: se había hartado, se había cansado de todo.


No estaba completa, lo sabía. Y allí, delante de aquel estrecho espejo de probador, no podía parar de repetírselo.


El vestido, abierto, mostraba la zona superior de sus senos, que asomaban por encima del estrecho sostén. No eran grandes, pero allí estaban. Probablemente hombre que se preciara no habría dicho que no a un par de tallas más. A la mierda con todos, ¿también era eso vulgar?


Cuando se miraba, se había dado cuenta que evitaba sus ojos, y eso era el signo inequívoco de que algo acababa de cambiar; otro maldito signo. ¿Eran síntomas? Aquella enfermedad no venía reflejada en ningún vademécum.


Se llevó delicadamente las manos a la espalda hasta encontrar la cremallera, discretamente encajetada entre los finos pliegues de seda de aquel carísimo vestido. Comenzó a subir poco a poco y comprobó que se ajustaba su vientre perfectamente, pero llegó un punto en el que allí quedo, descocada, con la cremallera incumpliendo su misión.


Sus hombros desnudos daban vueltas con ella y con el frenético movimiento de sus brazos, que intentaban llegar a una cremallera demasiado lejos para alcanzarla tanto por abajo como por arriba. ¿Qué conspiración tenía el mundo contra ella? Ya no podía permitirse ni pequeños lujos.


Con un roce de la espalda contra la gruesa cortina gris del probador, volvió a la realidad: necesitaría ayuda para cerrar aquel vestido.


Sujetándose la tela con una mano al nivel del pecho, descorrió la cortina y buscó con la mirada la atención de una amable señorita que vagaba dando vueltas en torno a los expositores de una forma, cuanto menos, buitresca.


La sugerencia, pues así lo fue, de ayuda, fue acogida con la forzada sonrisa de la necesidad salarial. De esta forma, ella se volteó y sintió como la escurridiza cremallera llegaba hasta el fin de su camino.


- No se marche, espere un momento –dijo.


Radiante, se miró en el espejo.


- Está realmente preciosa –comentó la empleada de la tienda, esta vez, con un reflejo casi inédito de sinceridad y envidia reflejado en los acolchados mofletes de su cara.


- Ya puede volver a bajar la cremallera, gracias –sentenció cuando apenas habían pasado diez segundos.


Con la entereza que le caracterizaba, volvió a acceder a su probador y pasó la cortina para desvestirse en un silencio que había invadido hasta su propia mente: no tenía nada que decirse ni a ella misma. ¿Para qué?


Cuando salió, vestida con su ropa de calle, que no menos glamurosa, le estaba esperando la misma empleada con una percha de plástico negro.


- ¿Quiere que lo planchemos antes de llevárselo?


Enarcando quizás de manera sobreactuada las cejas, se deshizo del traje rápidamente y comentó airosa que no se lo iba a llevar.


No dijo el porqué, ni se lo preguntaron. Probablemente pensarían que no se lo podía permitir, como era el caso de la mayoría de las desdichadas que entraban a aquel local de confección.


Pero su motivo era más alto que todo eso, su motivo venía a que simplemente, no podría usarlo. ¿Quién le subiría la cremallera?


Ahí estaba, otra vez, esa coacción hasta en el vestir.



Le quedaba el consuelo de los zapatos.