23 de abril de 2011

Buenos días


Mirarse a oscuras en un espejo es peligroso, y él bien lo sabía. Y aunque lo hacía cada mañana un poco antes de escabullirse por la puerta de la casa donde todos aún dormían, le gustaba correr ese riesgo.


Es inquietante pensar que se vive en comunidad cuando sales por la puerta de tu casa y te encuentras con el silencio. El silencio y el frío que llena el vacío.


Pero bajo aquella bufanda se ocultaba una sonrisa. Aquella ilusión le apasionaba: vivir solo. ¿Irónico, verdad?, reía.


Cuando se tienen tantos hermanos, la soledad es una palabra que no se puede aplicar ni cuando estás en el baño –no siempre metafóricamente hablando, a Dios gracias-. En cierto modo, le había acabado gustando aquello.


Un coche, solitario y a una velocidad endiablada, pasó levantando corrientes gélidas a su lado. Probablemente cualquier otro habría pegado un grito acompañado de una sonora injuria, pero qué más daría. Si a veces la gente no te entiende cuando le hablas de cara, va a entenderte dentro de un coche a una velocidad muy por encima de la permitida.


No, aquellos momentos grises eran para disfrutarlos. Eran sus momentos de intimidad.



Bajo aquella luz mortecina de las farolas, los árboles palidecían esperando un amanecer que quitara la escarcha de sus hojas, brillantes y a la vez macilentas.


Contaba los segundos como el judío que cuenta sus monedas, y aunque estos se le escapaban entre los dedos, los gozaba.


No había muchos que entendieran porqué hacía lo que hacía, porqué tomaba el camino largo hasta el trabajo y elegía dormir una hora menos. Pero él si lo sabía: su elección radicaba en la elección por la vida y el vivir. Lo había prometido a alguien que no pudo hacerlo, y debía vivir ahora por los dos.


El simple hecho de andar sin prisa, aparentemente sin preocupaciones y sobre todo, con un sueño, eran cualidades de un optimista, aunque nunca se habría llamado eso a sí mismo.


¿Optimista? Quizás pero no. El optimismo es demasiado bueno como para escogerlo. ¿Qué haríamos si no nos ocurrieran cosas malas y tuviéramos consciencia de que son malas? Eso sí sería la perdición. Y puestos a estar perdidos, mejor de perdidos al río voluntariamente.


Aunque miraba hacia ambos lados antes de atravesar una calle, pocas veces encontraba algún impedimento para hacerlo. Tampoco sentía la necesidad de esquivar cosas por la acera. Era libre de optar por el camino que eligiera, regocijándose de esa ausencia de obstáculos que no tendría cuando volviera del trabajo.


Tampoco penséis que era alguien asocial.


A cada paso se acercaba más a su mesa de trabajo, a su cubículo en esa enorme planta decorado frívolamente con retratos artísticos, copias baratas y plastificadas de grandes obras de arte.


Y le embargaba esa sensación, templada con unos tímidos rayos de sol, esa sensación de que el descanso había acabado mientras atravesaba el umbral y susurraba un buenosdías a una recepcionista que acababa su turno de noche entre bostezos y sonrisas.


Y todo porque él le había sonreído. ¿Tan difícil era empezar bien el día?


21 de abril de 2011

Macabro


Macabro y de mal gusto. Ese es el sentimiento español.


Que se pongan a llorar todos como madgalenas porque les llueve y no pueden sacar al Cristo cuando el resto del año ni se les ocurre poner un pie en misa me parece, cuanto menos, patético.


"La Fe se lleva dentro y la vivo como quiero". Pues que la vivan ahora también en sus casas y no me corten las calles.


Que terminen las vacaciones de Semana Santa (perdón, que ahora el gobierno quiere que se las llame “Vacaciones de primavera”), y se dediquen a decir que si Jesucristo era un zombi tal y cual. También patético.


No suelo ver la tele, pero ayer cambiando de canal por casualidad vi un programa de estos de debate en el que salía un cura defendiendo las procesiones y un ateo preguntando que porqué no eran más alegres, que deprimían.


No supe si llorar o reírme.


Pues señores, seré cristiano (que no practicante ni mi Fe se basa en la institución cristiana), y que la Iglesia me la traerá bien floja (disculpadme por la vulgaridad), pero me parece de muy mal gusto meterse con las creencias de otros.


Hale.



19 de abril de 2011

Viajes


Sí, hace tiempo que no escribo aquí, aunque no porque no haya querido. He estado escribiendo sobre cómo gestionar los parques naturales, de cómo son los ecosistemas de melojares y también el porqué de que sean tan malos los tumores.


Pero durante este tiempo ausente, he viajado bastante, y si algo me gusta de los viajes es esa sensación de aislamiento e individualidad que embarga a uno estando sentado en su sillón del bus, tren, coche o barco… En escasos tres días me he recorrido el país de punta a punta (literalmente) y he tenido tiempo para entrar en esa especie de trance.


He comenzado esta entrada con ánimos de plasmar, no de forma filosófica y trascendental, sino de una forma un poco más humana y personal lo que son para mí los viajes, pero he recordado que durante este último viaje que he hecho, leí algo que me llamó la atención sobre todo esto.


"Las nuevas experiencias, los viajes, tienen un influjo amnésico poderoso, como cuando pintas con un nuevo color sobre otro que desaparece.

Los viajes tienen ese poder mágico sobre el tiempo y la razón al obligarte a romper con las costumbres y los miedos que, sin darnos cuenta, se han vuelto gruesas cadenas", nos cuenta Matilde Asensi en Todo bajo el cielo.


Pues bien, sea o no un cambio de rutina, un viaje es una prueba más allá del ocio, trabajo u obligación. Una prueba que nos enfrenta a nosotros mismos, ya que variando ese escenario de manera tan brusca, llevamos a una araña a una tela que no es suya.


Creo que ya he dado a entender que me gustan los viajes, y fuera del destino que sea, sobre todo el viajar.


3 de abril de 2011

Condescendencia


Era una obsesión, aunque no quería creerlo.


Tenía sueños cada noche en los que una voz le decía que le quería, una voz conocida. ¿O eran imaginaciones suyas? Ella prefería llamar pesadillas a aquellos sueños.


Es necesario aprender a vivir los domingos. Durante toda su infancia había visto cómo se comportaba el mundo que le rodeaba esos días de fiesta: ir al campo, comer en familia, ver una película juntos… Casi todas las acciones implicaban un sujeto en plural asociado a la compañía.


Era cierto que ella no tenía a nadie lo suficientemente cerca para compartir veinticuatro horas a la semana, a nadie especial al menos. Pero, aunque su más íntimo amigo viviera pared con pared no sería capaz de verle la cara un domingo.


Los domingos eran días para ella, para Ella.



¿Egoísta? Por supuesto, pero era un día a la semana. Y uno de cada siete días son estadísticas muy bajas.


En cierto modo, también le gustaban los domingos porque no soñaba. Cuando se tiene todo lo que se quiere, ¿por qué se ha de soñar? Para la joven narcisista los domingos en los que ella era el centro de atención de todo su mundo no podía pedir nada más, porque era ella misma en cada cosa que hacía, miraba o tocaba…


Ser uno mismo… Es duro plantearse esto solo cuatro días al mes, cincuenta y dos al año. Por supuesto, no quería decir que el resto del tiempo dejara de serlo, pero vivir en sociedad nos merma a todos, a cada una de nuestras esencias.


La soledad de los domingos, observar como el día oscurece a través de la ventana cerrada… nos aporta entereza.


Podía pasar el día llorando, o riendo, rebujada en las mantas de una cama que no pensaba hacer. Mirar al vacío o estudiar poesía a través de un lápiz y su libreta. No esa poesía empalagosa que habla sobre el amor, o la poesía deprimente del suicidio. Su poesía simplemente hablaba de ella, porque cuando la escribía era la protagonista. Y uno no es amor o tristeza, lo es todo y es nada.


Con un bostezo, mientras estiraba las piernas sobre el sofá, alargó la mano hasta el mando de la televisión. Cuando la puso en marcha, comenzó a pasar canales uno tras otro sin prestar demasiada atención al contenido del programa que emitían.


No entendía nada, ni una palabra de aquel idioma extraño, pero le gustaba tener ruido de fondo, le recordaba lo que había fuera de aquellas paredes, incluso los domingos.


Se dedicaba a acariciar el cojín con los ojos cerrados, y dejar pasar el tiempo. Y le gustaba precisamente porque le demostraba al tiempo quién mandaba.


Cualquiera lo habría interpretado como no hacer nada, que habría sido mejor irse a dormir, o simplemente dedicarse a ver la televisión, pero entonces sería el tiempo quien tendría el control sobre ella.


Era un día para marcar ritmos, y cuando sintió un escalofrío por la columna vertebral se encogió sobre sí misma, con un ligero temblor. Abrió con serenidad los ojos y comprobó que el día acababa.


No hubo suspiros o sonrisas. Sólo hubo indiferencia, una indiferencia que duraría unas horas más…


Pero hay que ser condescendientes, y saber dejar que cada uno sea como quiera ser, ya que en cuestiones existenciales todo se relega a la voluntad…