22 de julio de 2011

El vestido

Cada mañana, incluso cada vez que se miraba al espejo, sentía unas irrefrenables ganas de decirse a ella misma lo desagradable que era y escupirse a la cara. Sabía que si escupía hacia arriba y no apartaba el rostro, aquel escupitajo caería sobre ella misma. No obstante, habría llegado a ser demasiado vulgar.


Así que más allá de esos estentóreos arrebatos, se enfrascaba en lo que ella denominaba el escrutinio de sí misma. ¿A qué venía aquella obsesión por la soledad?


Dicen que los desahogos son la mejor solución para los naufragios, pero el camino que recorría no entendía de desahogos. ¿Quién si no la soledad le iba a escuchar? Ni su cama era transitada ya: se había hartado, se había cansado de todo.


No estaba completa, lo sabía. Y allí, delante de aquel estrecho espejo de probador, no podía parar de repetírselo.


El vestido, abierto, mostraba la zona superior de sus senos, que asomaban por encima del estrecho sostén. No eran grandes, pero allí estaban. Probablemente hombre que se preciara no habría dicho que no a un par de tallas más. A la mierda con todos, ¿también era eso vulgar?


Cuando se miraba, se había dado cuenta que evitaba sus ojos, y eso era el signo inequívoco de que algo acababa de cambiar; otro maldito signo. ¿Eran síntomas? Aquella enfermedad no venía reflejada en ningún vademécum.


Se llevó delicadamente las manos a la espalda hasta encontrar la cremallera, discretamente encajetada entre los finos pliegues de seda de aquel carísimo vestido. Comenzó a subir poco a poco y comprobó que se ajustaba su vientre perfectamente, pero llegó un punto en el que allí quedo, descocada, con la cremallera incumpliendo su misión.


Sus hombros desnudos daban vueltas con ella y con el frenético movimiento de sus brazos, que intentaban llegar a una cremallera demasiado lejos para alcanzarla tanto por abajo como por arriba. ¿Qué conspiración tenía el mundo contra ella? Ya no podía permitirse ni pequeños lujos.


Con un roce de la espalda contra la gruesa cortina gris del probador, volvió a la realidad: necesitaría ayuda para cerrar aquel vestido.


Sujetándose la tela con una mano al nivel del pecho, descorrió la cortina y buscó con la mirada la atención de una amable señorita que vagaba dando vueltas en torno a los expositores de una forma, cuanto menos, buitresca.


La sugerencia, pues así lo fue, de ayuda, fue acogida con la forzada sonrisa de la necesidad salarial. De esta forma, ella se volteó y sintió como la escurridiza cremallera llegaba hasta el fin de su camino.


- No se marche, espere un momento –dijo.


Radiante, se miró en el espejo.


- Está realmente preciosa –comentó la empleada de la tienda, esta vez, con un reflejo casi inédito de sinceridad y envidia reflejado en los acolchados mofletes de su cara.


- Ya puede volver a bajar la cremallera, gracias –sentenció cuando apenas habían pasado diez segundos.


Con la entereza que le caracterizaba, volvió a acceder a su probador y pasó la cortina para desvestirse en un silencio que había invadido hasta su propia mente: no tenía nada que decirse ni a ella misma. ¿Para qué?


Cuando salió, vestida con su ropa de calle, que no menos glamurosa, le estaba esperando la misma empleada con una percha de plástico negro.


- ¿Quiere que lo planchemos antes de llevárselo?


Enarcando quizás de manera sobreactuada las cejas, se deshizo del traje rápidamente y comentó airosa que no se lo iba a llevar.


No dijo el porqué, ni se lo preguntaron. Probablemente pensarían que no se lo podía permitir, como era el caso de la mayoría de las desdichadas que entraban a aquel local de confección.


Pero su motivo era más alto que todo eso, su motivo venía a que simplemente, no podría usarlo. ¿Quién le subiría la cremallera?


Ahí estaba, otra vez, esa coacción hasta en el vestir.



Le quedaba el consuelo de los zapatos.



5 de julio de 2011

New record

Hoy, definitivamente mataría a alguien. Y haría falta la sangre de más de un cadáver para satisfacerme.