10 de octubre de 2011

No es caos



Como un agujero negro voraz, sin preámbulos ni propósitos, que se limitaba a absorber poco a poco cuanto encontraba. Así era su mente, hasta que se encontró a sí misma y no supo qué hacer: si tragar, o escupir.


Estamos diseñados –bien por mano evolutiva, bien por mano divina-, para conocer nuestro entorno: juzgarlo, abrazarlo, hacerlo nuestro, comprenderlo e incluso destruirlo. Pero, y digo pero, ¿qué nos prepara para entendernos a nosotros mismos?


Esa increíblemente compleja sinapsis parece ser ya no era tan perfecta como se creía. No, y en esa carencia de autoentendimiento radicaba la mayor imperfección del hombre, aquella imperfección que hacía que el humano fuera humano.


No le agradaba. ¿Cómo iba a ser agradable hacerse preguntas que no sabría contestar? ¿Desde cuándo la inopia en uno mismo había llegado a ser tan molesto?


Los pulsantes latidos, entremezclados con la algarabía de unos auriculares baratos eran la mezcolanza perfecta para rebatir el caos que embadurnaba las paredes de aquel cerebro febril: febril de indecisión. Pum, pum, pum… y una maravillosa melodía volátil. ¿De verdad era eso lo que estaba haciendo? ¿Huir?


¡Ja!, se habría dicho en épocas mejores. Esa no eres tú, ilusa, tú no eres de las que corren. Pero quién te ha visto y quién te ve…


Aquel sofoco podía con ella, y un sudor frío la empapaba, haciendo que la camiseta se tersara por toda su curvilínea espalda. Rubor, sentía rubor en las mejillas, y no por vergüenza ni descaro, simplemente era un escozor por el sobreesfuerzo: daba más de lo que podía.


Uf, uf… La entropía… la tendencia al desorden y el caos… Tendencia natural, ¿sabéis? ¿Pero por qué no se entendía? Ni una palabra, ni un color… tan siquiera una mísera definición. Ella no era ella bajo ningún juicio que emitiera su boca. ¿Por qué necesitaba de los demás para ser? Al final iba a ser cierto eso de que sólo el fin es mismo por sí mismo, y que en el fin se encuentra la soledad plena de identidad.


Identidad… ¿también caótica? Y en conclusión todo era lo mismo: preguntas y más preguntas. ¿Acaso aquello no era caos? Y lo veis, más preguntas.


De pronto, la música se interrumpió y sus propios pasos ligeros sobre la gravilla del parque la asustaron. Se escuchó a sí misma, algo que había evitado.


No, en aquella ocasión tampoco se comprendió, pero supo que no era caos cuando comenzó la siguiente canción, y sus pasos volvieron a desaparecer bajo esa máscara que todos vestimos: el disfraz de nosotros mismos, una piel en la que uno mismo nunca gusta de verse, pero es incapaz de abandonar.


La piel que habitamos, construida con fragmentos de historias que otros cuentan, porque no somos capaces de contar nuestra propia historia…



4 de octubre de 2011

Deletéreo





Reticencia, quizás desconsiderada, ante aquello y lo otro, términos que nunca se habían llegado a definir ni acotar. ¿Para qué definir lo indefinido?


Ni para bien, ni para mal. ¿Qué esperaba? Su voz no podía ser la misma: nunca había gritado, y hacerlo había hecho que se quebrara en un amasijo de cristales punzantes sin forma ni color. Y aunque hubiera sido predecible, que no lo era, ¿de qué habría servido?


Inamovible, se aferraba a aquella columna de hormigón, contemplando el inexorable vacío que terminaba en el asfalto. La abrazaba con sus brazos desnudos, y las pequeñas y ásperas imperfecciones se clavaban en su piel.


Contemplaba bajo sus pies aquella extensión de incertidumbre, salpicada de un juego de sombras y luces.


Si bien no era la primera vez que había llegado a acabar en ese lugar, era la primera vez que le costaba tanto dar ese paso hacia atrás, y tras dar el paso, dibujar su sonrisa sempiterna para luego coger el coche y llegar a casa. Su nueva casa.


No tenía tendencias suicidas, era más bien un ritual: un ritual de vida. Sentir de cerca la fragilidad que nos envuelve, vibrante y estremecedora, dar un paseo por el segundo giro del séptimo foso del infierno… Era complicado de explicar, como una bocanada de aire después de una inmersión.


Aunque bien podía malinterpretarse aquella actitud en él, un chico tan jovial y agradable que tenía una buena palabra para todos, guardaba en un oscuro rincón de su alma un pedazo de tarta podrida, una porción que no había podido comerse cuando el pastel había salido del horno y ahora se llenaba de moscas, pasada.


Dar el paso y tirarla significaba también dar otro paso, por eso se limitaba a espantar a esos múscidos lascivos de tanto en tanto. Demostrándose que no era perfecto, y que por eso merecía vivir.


La vida no es perfecta, sí. Todo aquello que es perfecto acostumbra a estar inanimado: al fin y al cabo un silencio perfecto solo lo emite un muerto, una vez ha pasado su periodo de flatulencias, claro está.


Volvió a acariciar la columna, y asintió en silencio a esa entidad que lo entiende todo pero nunca nos dice nada con palabras: el subconsciente. Su talón tocó el suelo, y poco a poco retrocedió, hacia el camino que le devolví al seno de la realidad que vivía, la realidad a la que pertenecía pero que no había elegido.


Porque lo que hay detrás de las sonrisas es que cuestión que queda relegada a aquellos que han cruzado el umbral. Aquellos que han dejado de herirse a ellos mismos.