25 de febrero de 2012

Intenso


Si de algo me arrepiento, es de vivir a medias.


Mi retórico modo de ser me arrastra, año tras año, a replantearme cuánto he vivido y en qué medida lo he hecho. Además, las horas muertas que paso viajando son un aliciente. Lamentablemente este año no me salen las cuentas, y eso es algo que ya no puedo solucionar.


Si digo que he vivido a medias, es porque he pensado demasiadas cosas que no he hecho por imposibilidad, temor, precaución o simplemente, por pasividad. He escrito sobre demasiadas cosas que no me han ocurrido y he tenido sueños en los que yo no era el protagonista.


Necesitamos de historias, necesitamos de trágicas historias repletas de fracasos y muerte para sentir que vivimos de forma intensa a través de la intensidad de otros, a través de la experiencia en la que nos vemos reflejada.


Nuestros ojos son como un juego infantil, no apto para más de tres años, de piezas cuadradas, redondas y triangulares que están esperando encontrar una oquedad de la misma forma y tamaño para, inconscientemente, colarse a través de ella y decir: esto encaja, encaja para mí, luego es mío. Pero a veces, un triangulo demasiado pequeño puede pasar a través de un círculo, y la situación nos queda grande, demasiado grande.


Realmente me he parado a pensar en qué pienso cuando leo Hamlet o Los renglones torcidos de Dios, cuando veo Californication, Dexter o Mujeres Desesperadas, cuando las horas pasan inundadas en Charon, Sigur Ros o Harmaja. Qué es lo que realmente leo, veo o escucho si no es a mí mismo en cada renglón, en cada escena, en cada minuto. Intento, por todos los medios y desde luego sin pretensión alguna, verme a mí mismo en una historia de amor, en un deja vu, en una pelea o ser el protagonista sobre lo maravilloso de la soledad. Pero es patético pensar –sí, patético-, que no soy protagonista de nada, y digo patético, porque creo que todos tenemos la oportunidad de ser protagonistas de nuestras vidas y muchos la desechamos. Lo lanzamos a la basura de una manera brutal, pretendiendo mirar hacia otro lado y pensando que llegará nuestra oportunidad, que realmente no hemos desperdiciado nada.


Bien. Hipócrita, podríais llamarme, ¿qué hago contando aquí los mil misterios revelados si no me sirvo de la información adquirida –de ser cierta, claro está-? Ah… He ahí mi lamento, no sé usarla.


Me empeño en resumir en cuatro líneas una historia que sería contada en dos libros. Cantando cuatro notas, pretendo entender toda una melodía intrincada. Y con un suspiro, un largo suspiro, creo poder transmitir todo mi odio, toda mi frustración, cada lágrima que tengo dentro y que ni yo ni nadie ha sido capaz de hacerla salir. La inutilidad de mi insensibilidad y la crudeza anquilosada de mis labios, mordidos por el remordimiento.


Puede que diga sin decir, que lo que tenía que decir no lo he dicho, pero si bien no pretendía inicialmente confundiros, os recordaré que este es mi pequeño espacio para divagar.


Un lugar pequeño, no sé si acogedor, pero que sí acoge parte de mi alma: algunos días oscura, otros no sé bien cómo. La acoge y la exprime, gota a gota, dejando este pequeño, como decía, remanente de esencia que algunos días pienso, es tan inodora como el de una amapola.


Y eso es cuanto quería decir. No sé si será intensamente o no, pero seguiré con mi vida desde el punto en el que quedó cuando debería haber cambiado.


19 de febrero de 2012

Crash




Como el ruido de los cristales, algo se ha roto en mí. Algo ha estallado.


Hace mucho o poco, no sé cuándo o qué se ha roto. Solo soy capaz de sentir en dicho cambio el ruido de una maraca de añicos de vidrio, el sonido titilante de lo que ya no está entero.


La melancolía de esto no es el crash en sí mismo. El golpe, la colisión o los frenos que fallaron. La melancolía está en que no sé si querré arreglar lo que se ha roto, o comprar algo nuevo, legando material presente a archivadores del pasado.


Quizás va siendo hora de clasificar expedientes, quizás, o no quizás. Me he cansado del ruido de los cristales rotos.


13 de febrero de 2012

Fuera




Habitamos una casa donde cada armario, cada puerta, cada cajón… está abierto por necesidad. Porque necesitamos ver el interior constantemente, el interior de las cosas para perder con tranquilidad y sin cargo de conciencia la capacidad de recordar o memorizar las formas y sus historias. Si un cajón se cierra sencillamente lo olvidamos: a él y a todo su contenido, a toda su trascendencia.


Mantenemos el orden, y limpiamos el polvo con frecuencia. Los perfumamos y colocamos las cosas más bonitas encima para que todos las vean, pero en cada recoveco oscuro que encontramos, escondemos cosas inconscientemente; cosas que sabemos que no podemos guardar en los cajones porque cuando llega un invitado, y los encuentre abiertos, es impensable que pueda encontrar fealdad, deterioro o la intrínseca verdad que nos quebranta.


Oh, creedme, no será agradable si lo encuentra.


Es por eso que, antes que cerrar cajones, tendemos a dejar las cosas fuera, en un suelo lleno de polvo y suciedad. Expuestas a la erosión del tiempo, a las pisadas y a la ausencia de luz. Expuestas al auténtico olvido.


Creo, que si no cuidamos también de las cosas que no nos gusta ver, acabaremos convirtiendo cada vez más el contenido de nuestros cajones en esas cosas sin alma, porque olvidaremos como son y en nuestra inocencia, aprenderemos a desaprender cometiendo infinitamente el error de negarnos.


Y todo porque nos empeñamos en mostrar más de nosotros de lo que es necesario, porque aquellos que tienen que vernos como somos, tienen la capacidad, confianza y autoridad cuanto cajón sea necesario.


Yo he decidido dar portazos y dar al traste con todo. Cerrar cajones y puertas, y obviarlo todo, porque las cerraduras tienen llaves, y las llaves, propietarios que saben cuándo deben abrirlos.



Ahora, lo guardaré todo dentro.



8 de febrero de 2012

Esta lección


Aunque vivimos para aprender, también es cierto que vivimos porque no hemos aprendido.


Como intérpretes de nuestra historia, nuestra versión de los hechos siempre es relativa, pero he de matizar que al final esa y no otra es la versión que vale, al tratarse de la única autoconclusiva. No obstante, esa conclusión válida es silenciosa y permanece oculta bajo los labios sellados con el beso de la muerte.


Nuestro final, de ser contado, habitualmente se manifiesta en boca de terceros: en hijos y amigos bienamados que manifiestan un potente recuerdo por una vida llevada a término, y esas memorias son eso, recuerdos del cómo.


Cómo era su mirada, su voz cuando estaba enfadado, su sonrisa o sencillamente, cómo removía el tazón de café: hacia la derecha, o hacia la izquierda… Eso, para quienes han sido queridos, u odiados. Los hay que tienen la suerte de pasar pronto al olvido y así poder capitular.

Decía que vivimos porque no hemos aprendido, y es que hay que vivir para pasar una lección. Esta lección: esta vida.

La experiencia como actos de buena fe o iniquidades es algo que muy lentamente, ahonda en nuestra piel forjando una cicatriz que no se ve. Un magnífico entramado de escamas camaleónicas tatuadas por la agonía de la vida.

Cuando morimos, y vemos esos tatuajes en nosotros, entonces tenemos la opción de completar el puzle de nuestra vida, la oportunidad de leer el epílogo que nos permite comprender o no el por qué de esto, el por qué de aprender. Y sobre todo, saber que nunca sabremos lo bastante como para dejar de aprender.


Porque quienes viven para no aprender, no viven sino que retroceden en el camino del ser, desandando los pasos que nuestra alma no nos volverá a susurrar.


Espero, cuando llegue el día, entender mi historia, por mucho que quizás otros hablen de mí de una forma más amable.