17 de agosto de 2013

Oscuridad, un mar, y estrellas fugaces


No nos damos cuenta, pero al final siempre llega la oscuridad. Nuestras sombras poco a poco se alargan y, cuando la vela zozobra ante una brisa, tiemblan con temblores que nuestros cuerpos no podrían soportar. 

En noches así el verano es gélido. La arena, calentada todo el día por un sol inclemente, ya no parece la lava que se pisa a mediodía. Cuando cierras el puño y la envuelves, sabes que son cristales fríos y que te podrían cortar en mil pedazos si midieran milímetros en vez de micras.

El mar es crudo, el mar es cruel. El mar nos calla a todos en un mandato silencioso y de autoridad, y las olas solo empujan sentimientos que palpitan con cada ida, con cada venida...

Es en noches así cuando reparamos en la oscuridad y desearíamos tener mil ojos con los que aferrarnos a ella. Porque no somos más que piezas ciegas en una vida de tantear.

No fue fortuito que llovieran estrellas aquella noche. Hacía falta luz, aunque fuera efímera, para iluminar una mirada muerta y hambrienta. Pero aquella noche no buscaba deseos. He dejado de creer en la magia, he dejado de desear. Y aún así, mis labios rezaban palabras prohibidas.

Aunque solo era un instante de cada muchos, el destello que surcaba el firmamento dejaba una cicatriz en mi alma. Y solo porque me recordaba tu nombre en la estela que dejaba, no pude mirar hacia otro lado.

Hay fuegos que no brillan cuando ardemos en la oscuridad.