No fue fortuito que se encontraran en aquel puente. Nada es fortuito,
al fin y al cabo.
Después de aquel encuentro se habían visto un par de veces, simples
paradas técnicas para mantener el contacto entre café y café, pero sabían que
debían seguir hablándose, seguir viendo como el brillo de sus ojos se
transformaba con el paso de las estaciones.
Se querían como podían quererse a ellos mismos. Aquella relación era
una sencilla relación de necesidad conceptual. Una calibración de fuerzas para
mantener la cordura en el caos que es la vida.
Hoy no hay
suicidas en este puente, dijo Ella con su habitual tono glacial. No era una
persona cariñosa en las maneras, pero cuando le habló y no encontró su mirada,
puso la mano sobre su hombro.
Él no tenía la cabeza allí. Detrás de los parapetos de cristal, su
mirada se había perdido en algún lugar alejado en su memoria en el tiempo y el
espacio.
Los días se habían convertido en una tortura, una que le había pasado
factura. Sus ojos parecían agotados y todo aquel brillo y dulzura que le
caracterizaba parecía empañado por años ficticios, por un sudario de
sufrimiento.
¿A quién
echas de menos? ¿Te has vuelto a enamorar?
Él calló, y su mirada se retrajo junto con su estómago. Se apoyó
contra el parapeto y enarcó su espalda en un estertor que no podía ser fingido.
Y por supuesto, no hicieron falta palabras.
Como un desfile de imágenes mudas, Ella lo comprendió todo. Eran la
misma persona al fin y al cabo, separada solo por vicisitudes que escapaban al
entendimiento.
Todo había comenzado con una despedida incompleta, una de esas en las
que las palabras no salen y la mirada escapa esquiva a las intenciones del
alma. Había sido un adiós cargado de remordimientos y que clamaba por un grito
contenido. Las piernas con las que se alejaba no eran suyas, simplemente era el
medio que el cerebro había escogido para huir de allí.
No sabría decir si llovía, si hacía frío. Si había gente en la calle o
si aquel puente era una extensión desolada, alumbrada por farolas salteadas
entre parapeto y parapeto. Era ese momento del día en el que el sol,
confundido, no sabe cuándo despuntar.
Y entonces un sonido de pasos. Una carrera precipitada de persecución.
No hizo falta que se diera la vuelta para verla. Aquel era el sonido y
la visión que más temía y esperaba. Estaba cada vez más cerca, y no pudo sino
detenerse y darse la vuelta justo para fundirse con ella en un beso que le
había sido negado siempre.
Como pasa en cualquier historia, no supo qué hacer en ese momento que
había esperado tanto tiempo. Se limitó a temblar en la oscuridad. Le abrazaron,
y cuando reaccionó, devolvió el abrazo. Y pensó que se convertiría en una
estatua de piedra, inmóvil, eterna, feliz y profundamente triste.
Con la cara hundida contra la ropa, su voz sonaba distorsionada, pero
pudo entender una única frase. Esto es
real. Entonces sintió cómo atravesaba ardiendo su atmósfera hasta
estrellarse contra un océano, más pequeño y reducido, humeante, pero había
entrado en su órbita.
Las imágenes siguieron sucediéndose, y no sabría determinar cuánto
tiempo estuvieron así, ni cuándo Él la acompañó unas calles arriba hasta su
casa, pero volvieron a despedirse. Y esta vez la despedida fue con un beso.
Intenso. Real. Fue una despedida completa para una historia
Aquella era una historia triste, y Ella lo sintió cargado de agonía.
Hoy hay
suicidas en este puente. Y le abrazó como se abraza en los finales de las
historias imposibles.