9 de septiembre de 2013

El puente de los suicidas




No fue fortuito que se encontraran en aquel puente. Nada es fortuito, al fin y al cabo.

Después de aquel encuentro se habían visto un par de veces, simples paradas técnicas para mantener el contacto entre café y café, pero sabían que debían seguir hablándose, seguir viendo como el brillo de sus ojos se transformaba con el paso de las estaciones.

Se querían como podían quererse a ellos mismos. Aquella relación era una sencilla relación de necesidad conceptual. Una calibración de fuerzas para mantener la cordura en el caos que es la vida.

Hoy no hay suicidas en este puente, dijo Ella con su habitual tono glacial. No era una persona cariñosa en las maneras, pero cuando le habló y no encontró su mirada, puso la mano sobre su hombro.

Él no tenía la cabeza allí. Detrás de los parapetos de cristal, su mirada se había perdido en algún lugar alejado en su memoria en el tiempo y el espacio.

Los días se habían convertido en una tortura, una que le había pasado factura. Sus ojos parecían agotados y todo aquel brillo y dulzura que le caracterizaba parecía empañado por años ficticios, por un sudario de sufrimiento.

¿A quién echas de menos? ¿Te has vuelto a enamorar?

Él calló, y su mirada se retrajo junto con su estómago. Se apoyó contra el parapeto y enarcó su espalda en un estertor que no podía ser fingido. Y por supuesto, no hicieron falta palabras.

Como un desfile de imágenes mudas, Ella lo comprendió todo. Eran la misma persona al fin y al cabo, separada solo por vicisitudes que escapaban al entendimiento.

Todo había comenzado con una despedida incompleta, una de esas en las que las palabras no salen y la mirada escapa esquiva a las intenciones del alma. Había sido un adiós cargado de remordimientos y que clamaba por un grito contenido. Las piernas con las que se alejaba no eran suyas, simplemente era el medio que el cerebro había escogido para huir de allí.  

No sabría decir si llovía, si hacía frío. Si había gente en la calle o si aquel puente era una extensión desolada, alumbrada por farolas salteadas entre parapeto y parapeto. Era ese momento del día en el que el sol, confundido, no sabe cuándo despuntar.

Y entonces un sonido de pasos. Una carrera precipitada de persecución.

No hizo falta que se diera la vuelta para verla. Aquel era el sonido y la visión que más temía y esperaba. Estaba cada vez más cerca, y no pudo sino detenerse y darse la vuelta justo para fundirse con ella en un beso que le había sido negado siempre.

Como pasa en cualquier historia, no supo qué hacer en ese momento que había esperado tanto tiempo. Se limitó a temblar en la oscuridad. Le abrazaron, y cuando reaccionó, devolvió el abrazo. Y pensó que se convertiría en una estatua de piedra, inmóvil, eterna, feliz y profundamente triste.

Con la cara hundida contra la ropa, su voz sonaba distorsionada, pero pudo entender una única frase. Esto es real. Entonces sintió cómo atravesaba ardiendo su atmósfera hasta estrellarse contra un océano, más pequeño y reducido, humeante, pero había entrado en su órbita.

Las imágenes siguieron sucediéndose, y no sabría determinar cuánto tiempo estuvieron así, ni cuándo Él la acompañó unas calles arriba hasta su casa, pero volvieron a despedirse. Y esta vez la despedida fue con un beso. Intenso. Real. Fue una despedida completa para una historia

Aquella era una historia triste, y Ella lo sintió cargado de agonía.

Hoy hay suicidas en este puente. Y le abrazó como se abraza en los finales de las historias imposibles.  





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