28 de febrero de 2011

Preludium e Fughetta


Hoy quería hablar sobre algunas personas, y aunque éticamente no debería llamarlas a todas así en el sentido estricto de la palabra, asumiré que son personas.


También quería hablar sobre las relaciones, las relaciones que tenemos con otras personas.


Ha pasado el tiempo, y sé que he desaparecido de muchas vidas. Me ha costado darme cuenta, pero es cierto. De vidas que me importaban, de vidas por las que he dado mucho sin pensar si ese esfuerzo iba a estar bien invertido o no.


En el preludium de una relación entre dos personas existe un mar que se vacía a cubos, en ocasiones, a una velocidad vertiginosa. Pero hay mares que vacié hace mucho y que ahora son océanos inconmensurables, masas de agua que no estoy dispuesto a desalojar de nuevo.


Esa sensación de dependencia, casi necesidad, se ha esfumado. Ahora, para esa persona solo existe la frivolidad, y las sonrisas carentes de contenido.


Puede ser egoísta pensar en una amistad como en una inversión de tiempo y dedicación, pero no pretendo ser egoísta. No me importaba entonces, ni me importa ahora lo perdido.


No es odio, ni rencor. Es algo más profundo, es cuestión de hilos rotos en un país sin costureras.



Las primeras notas de la fughetta duelen, porque son notas de concienciación, pero luego, la frágil melodía se torna en algo volátil y alegre, como esa mariposa que terminó de libar las flores de un árbol y se aleja grácilmente buscando otro. La mariposa que te limitas a perseguir con la vista.


Se valora lo bueno, pero no se olvida todo lo demás.


En el diminuendo final no hay palabras, sólo una terca mirada que te recordará que ningún abrazo, ni confidencia, ni lágrimas… serán lo que eran.


15 de febrero de 2011

Sobre lo Incierto


Cuando no encuentras la metáfora apropiada y sabes que no puedes decir la verdad el silencio se convierte en la mejor opción. Hace tiempo que me cuesta contar las cosas en mi habitual silencio a gritos, así que opto por eso: callarme.



Quizás sea egoísta, pero para mí es ante todo una necesidad.


No llevo una mala vida, realmente no puedo quejarme, pero hay veces en las que hasta el vaso resbala de las más firme de las manos y cae para chocar contra un suelo donde se convertirá en una miríada de añicos.


No necesito que me digan qué hago mal, o qué hago bien. En momentos así sólo necesito una dosis del mismo silencio que yo emito, lo que nos lleva a hablar sobre lo incierto.


Y lo cierto es que no sé hablar sobre ello.


Divagar en una única idea es peligroso cuando no tienes otras en la recámara. Llamadme rebelde, pero en otra ocasión.


14 de febrero de 2011

Amoqué?


Viene siendo típico, y aunque el año pasado ya os ofrecí mi corazón en formol, este año no va a ser menos.



Llamadme amargado, quizás tengáis razón, pero aún espero que se cree el día del San Odio, donde regalar cartas bomba esté bien visto. Porque entonces, todas las tiendas de obsequios para odiar tendrán el negocio montado conmigo.


It’s hammer time


10 de febrero de 2011

Naufragio


Aquel calor no podía compararse a ninguna estufa, manta o fuego: era el calor humano de piel contra piel.


Sus piernas, tan largas que parecía que nunca acababan, se enredaban en la espalda de aquel chico sin nombre mientras por su cuello se deslizaban furtivas gotas de un sudor pasional. Al menos aquella vez no era en la habitación de un motel barato donde las sábanas apestaban a mugre.


La cama chirriaba, y quería pensar que no era por la violencia del acto en sí. Aquella sensación de exaltación la colmaba, a ella y a cada una de sus terminales nerviosas del placer. Definitivamente era aquello lo que buscaba, el sexo ocasional y sin compromisos pre y post coitales.


No lo hacía a menudo, pero recurría a ello de tanto en tanto, como cuando uno abre la licorera para sacar un vasito de ese viejo cognac, simplemente para celebrar algo.


La respiración del chico era entrecortada, y esporádicamente entre sus dientes entreabiertos se escapaba un gemido de innegable goce. Rápidamente, con los labios buscaba algo que besar, y si se terciaba, acariciaba con la lengua lo que posteriormente iba a mordisquear cariñosamente. Ella, no obstante, era silenciosa. No porque no le gustase, simplemente era silenciosa.


Y ante todo, jamás abría los ojos.


Sus manos recorrían el cuerpo del hombre sobre el que yacía, y lo recorrían insaciablemente como si esperaran encontrar mediante aquel tacto la respuesta a tantos misterios. Esa sensación que resbalaba con el sano sudor del sexo le atraía, le exacerbaba hasta cuotas en las que perdería su propia identidad para naufragar, y nunca regresar a tierra.


Las contracciones de sus abdominales en el momento del orgasmo eran las pocas veces en las que sentía que su cuerpo no le pertenecía, pues era cuando perdía el control de todo y sencillamente se dejaba llevar.


Aquella transacción carnal era gratificante, y no podía comprender cómo había gente que se arriesgaba a poner sentimientos en algo tan bueno, cuando los sentimientos son aquello que arruina cada cosa que hacemos, cada cosa en la que ponemos empeño. Ella lo sabía, y actuaba consecuentemente.


Sabía que aquel muchacho no tardaría en terminar su parte, pero no iba a dejar de disfrutar hasta que la otra parte dejara de colaborar.


Impulsándose con sus brazos se irguió y siguió moviéndose, rítmicamente mientras sentía sus pequeños pechos turgentes balancearse con el último gemido de su amante transitorio, que pareció indicar que el trabajo estaba acabado.


Abrió los ojos y suspiró.


Después, desde aquella posición inmóvil un lento silencio se extendió sobre ambos y el sudor comenzó a volverse frío. Ella se desplazó hacia el lado de la cama libre y se dejó caer bocarriba, olvidando las sábanas como parte de una cama.


En aquellos momentos no esperaba un “Cariño te quiero”, o un “¿Te gustó?”. Joder, claro que le había gustado, pero aquellos formalismos sobraban con ella. No le debían nada, absolutamente nada. No obstante, aquella ocasión se volvió en lo que ella acostumbraba a llamar la conversación por compromiso:



- Me Me llamo Eikki.


No te lo he preguntado


¿Y puedo preguntar cómo te llamas tú?


No.


Vaya, te gusta negar las cosas, ¿verdad?


Si te hace feliz, puedo contestarte que no a eso también.


Veo que tienes sentido del humor.



A eso último no contestó.


Mirando el espacio que quedaba entre sus ojos y el alto techo de la habitación, dibujó una triste sonrisa, recordando a la persona que se encargaba de recordarle que efectivamente no tenía ni pizca de sentido del humor, en contra de las creencias del ingenuo de Eikki.


¿Lo veis?


Ya está, ya había acabado todo. Eso es lo que hacen los sentimientos, incluso esos sentimientos de cortesía por la persona desconocida con la que acabas de follar. Comenzó a divagar y a recordar qué le había llevado allí, y si efectivamente la muerte de su padre había sido necesaria para acabar de aquella manera con su vida.


Pero no, ella lo había decidido antes. Sí, todo había sido puesto en tela de juicio antes que aquel viejo chocho decidiera romper esquemas con sus últimas palabras, palabras que guardaba en el cajón de aquella mesilla de noche.


Para cuando quiso darse cuenta, estaba escuchando el sonido de un encendedor, o mejor dicho, el sonido de la piedra del encendedor luchando por prender la mecha de gasolina. Ante sus ojos un leve humo se extendió, una fina capa que hizo que ceremoniosamente se incorporara hasta quedar con el cuerpo curvado con el único soporte de uno de sus brazos.


Contempló al hombre que había pasado de ser amante a invasor de la propiedad onírica que es la cama. Ver aquel pene sin erección no le provocaba el más mínimo placer, así que sin delicadezas se apoyó sobre el pecho de este y le arrancó el cigarro de los labios con una sonrisa.


Era probable que se diera cuenta de que cogía el cigarro como si se tratara de un apestado, pero odiaba el tabaco. Lo llevó hasta la mesilla y allí lo hundió en un vaso de agua, que empapó por capilaridad el papel que aún no se había carbonizado, al sonido seseante del fuego que se apaga.


Puedes irte.


Aquel puedes no era opcional, por si no había quedado claro. Con rapidez, hurgó en el cajón donde sabía que estaba la carta y la cogió.


Aún desnuda, se levantó y se contorneó con la amarillenta carta en la mano. Salió de la habitación y se dirigió hasta el baño. Le encantaban las casas del norte, siempre caldeadas y con unos suelos de moqueta encantadores.


Cuando estuvo allí, se sentó en la taza y abrió por enésima vez la carta, sólo releer la postdata, hizo que volviera a perder la vista en el vacío. Lo había esperado todo, todo menos eso.


PD: Te quiero.


8 de febrero de 2011

Delirium Tremens



Dormía, tan profundamente que creía que era un sueño hasta que el propio sueño me despertó.


Eran muchos, por millares. Pequeños y organizados, y además de igual uniforme, de un tono pardusco y fosforescente, no sabría explicar.


Me rodeaban e inmovilizaban, y eso me hacía preguntarme qué tenía yo de Gulliver en aquella historia, pero no me veían como una amenaza, sino como un recurso, un recurso valioso que debían explotar sin demora antes que el sol despuntara.


No dieron tregua, tampoco pidieron perdón, ante mí se presentó su general, presidente, comandante al fin y al cabo de aquella su misión. Los detalles fueron lo de menos, todo un andamiaje fue desplegado y poco a poco, mi piel arrancada, como si abrieran una lata de sardinas.


Intentaba mantener cerrados los ojos, y apretada la boca, sospechando el intenso dolor que desembocaría aquello, pero más que un dolor fue un malestar. Un terrible malestar que hacía que ojos, boca y cada uno de los sentidos restantes se vieran nutridos segundo a segundo de punzadas provenientes de aquella acción emprendida por los diminutos malhechores.


Una luz, dorada y fría, como la que atraviesa un cristal tintado, salía proyectada contra el techo, puesto ante mis ojos. Sombras, fugaces e irregulares, se movían aquí y allá, perturbando la uniformidad de la luz. Sentía que algo en mí se revolvía, y pobre de mí al saber lo que era.


Manipulaban pequeños bloques de luz, como si mi cuerpo estuviera compuesto de ellos y no de células (¿milagro?), probablemente el recurso que buscaban. Desde los pies hasta el punto donde nace el cuello era todo un constante hormigueo al son del martillo y la pica.


Todo duró demasiado, o duró poco, no sé decirlo bien. Sólo sé que duró.


Esperaba explicaciones, vanamente… Pues los ojos de la diminuta figura, de tenerlos, seguían clavados en mí en un vacuo silencio, mientras esperaba que su tropa terminara con sus quehaceres.


Llegó un momento en el que la luz dorada comenzó a ceder, como si la fuente se agotase, pero pronto comprendí que no era eso. El tic tac apremiaba a los hombrecillos a terminar hicieran lo que hicieran. Amanecía.


No puedo transcribir las palabras que me fueron dichas, sólo sé que provinieron de una voz ronca y seca, y tuvieron por cortés lo que la acción en sí mismo. Pero entendí que eran una despedida.


Intenté revolverme, incómodo ante el creciente ajetreo que me recorría por todas partes, pasos acelerados por miles. Mas no pude. Si de algo sabían aquellos discretos gnomos de las entrañas, era de inmovilizar bien al hospedador.


Sólo sé que cuando todo acabó, y la piel volvió a cubrir mi panza, daba gracias a Dios por no haber escuchado un “volveremos”.


P.S.: Esto es un delirio fruto de mi gripe febril. Disfrutadlo tanto como lo disfruté yo (en tus carnes no es agradable, de verdad).


2 de febrero de 2011

Vicios


Tácito hasta decir basta, incorregible y ante todo, vicioso.


Vicioso relativo a las malas costumbres, pero como siempre digo, y desde un punto relativista, ¿quién va a decirme lo que está bien y lo que está mal?


Me han llamado idealista y otras muchas cosas que no vienen a cuento, pero aunque la concepción que tenemos de dependencia desquiciante sobre los vicios es cierta, también lo es la necesidad ligada a ellos.


El vicio es para los viciosos, esos que entienden de placer.


Cuando te muerdes los labios ante la duda demuestras la tentativa a la que estás sometido y una increíble fuerza de autocontrol ante el pecado ignominioso. Aunque sabes que acabarás sucumbiendo, porque tu cordura vale más que cualquier ideal.


Los vicios es lo único que le queda al humano como instinto, más allá del comer y el dormir y el cagar, los vicios son y han sido el motivo de grandes y pequeñas cosas, cosas que tienen por objeto forjar la identidad de cada uno de nosotros, porque…


…¿de verdad creéis que hay alguien sin vicios?


Sólo os diré algo: ni las beatas se libran. Ilusos…