10 de febrero de 2011

Naufragio


Aquel calor no podía compararse a ninguna estufa, manta o fuego: era el calor humano de piel contra piel.


Sus piernas, tan largas que parecía que nunca acababan, se enredaban en la espalda de aquel chico sin nombre mientras por su cuello se deslizaban furtivas gotas de un sudor pasional. Al menos aquella vez no era en la habitación de un motel barato donde las sábanas apestaban a mugre.


La cama chirriaba, y quería pensar que no era por la violencia del acto en sí. Aquella sensación de exaltación la colmaba, a ella y a cada una de sus terminales nerviosas del placer. Definitivamente era aquello lo que buscaba, el sexo ocasional y sin compromisos pre y post coitales.


No lo hacía a menudo, pero recurría a ello de tanto en tanto, como cuando uno abre la licorera para sacar un vasito de ese viejo cognac, simplemente para celebrar algo.


La respiración del chico era entrecortada, y esporádicamente entre sus dientes entreabiertos se escapaba un gemido de innegable goce. Rápidamente, con los labios buscaba algo que besar, y si se terciaba, acariciaba con la lengua lo que posteriormente iba a mordisquear cariñosamente. Ella, no obstante, era silenciosa. No porque no le gustase, simplemente era silenciosa.


Y ante todo, jamás abría los ojos.


Sus manos recorrían el cuerpo del hombre sobre el que yacía, y lo recorrían insaciablemente como si esperaran encontrar mediante aquel tacto la respuesta a tantos misterios. Esa sensación que resbalaba con el sano sudor del sexo le atraía, le exacerbaba hasta cuotas en las que perdería su propia identidad para naufragar, y nunca regresar a tierra.


Las contracciones de sus abdominales en el momento del orgasmo eran las pocas veces en las que sentía que su cuerpo no le pertenecía, pues era cuando perdía el control de todo y sencillamente se dejaba llevar.


Aquella transacción carnal era gratificante, y no podía comprender cómo había gente que se arriesgaba a poner sentimientos en algo tan bueno, cuando los sentimientos son aquello que arruina cada cosa que hacemos, cada cosa en la que ponemos empeño. Ella lo sabía, y actuaba consecuentemente.


Sabía que aquel muchacho no tardaría en terminar su parte, pero no iba a dejar de disfrutar hasta que la otra parte dejara de colaborar.


Impulsándose con sus brazos se irguió y siguió moviéndose, rítmicamente mientras sentía sus pequeños pechos turgentes balancearse con el último gemido de su amante transitorio, que pareció indicar que el trabajo estaba acabado.


Abrió los ojos y suspiró.


Después, desde aquella posición inmóvil un lento silencio se extendió sobre ambos y el sudor comenzó a volverse frío. Ella se desplazó hacia el lado de la cama libre y se dejó caer bocarriba, olvidando las sábanas como parte de una cama.


En aquellos momentos no esperaba un “Cariño te quiero”, o un “¿Te gustó?”. Joder, claro que le había gustado, pero aquellos formalismos sobraban con ella. No le debían nada, absolutamente nada. No obstante, aquella ocasión se volvió en lo que ella acostumbraba a llamar la conversación por compromiso:



- Me Me llamo Eikki.


No te lo he preguntado


¿Y puedo preguntar cómo te llamas tú?


No.


Vaya, te gusta negar las cosas, ¿verdad?


Si te hace feliz, puedo contestarte que no a eso también.


Veo que tienes sentido del humor.



A eso último no contestó.


Mirando el espacio que quedaba entre sus ojos y el alto techo de la habitación, dibujó una triste sonrisa, recordando a la persona que se encargaba de recordarle que efectivamente no tenía ni pizca de sentido del humor, en contra de las creencias del ingenuo de Eikki.


¿Lo veis?


Ya está, ya había acabado todo. Eso es lo que hacen los sentimientos, incluso esos sentimientos de cortesía por la persona desconocida con la que acabas de follar. Comenzó a divagar y a recordar qué le había llevado allí, y si efectivamente la muerte de su padre había sido necesaria para acabar de aquella manera con su vida.


Pero no, ella lo había decidido antes. Sí, todo había sido puesto en tela de juicio antes que aquel viejo chocho decidiera romper esquemas con sus últimas palabras, palabras que guardaba en el cajón de aquella mesilla de noche.


Para cuando quiso darse cuenta, estaba escuchando el sonido de un encendedor, o mejor dicho, el sonido de la piedra del encendedor luchando por prender la mecha de gasolina. Ante sus ojos un leve humo se extendió, una fina capa que hizo que ceremoniosamente se incorporara hasta quedar con el cuerpo curvado con el único soporte de uno de sus brazos.


Contempló al hombre que había pasado de ser amante a invasor de la propiedad onírica que es la cama. Ver aquel pene sin erección no le provocaba el más mínimo placer, así que sin delicadezas se apoyó sobre el pecho de este y le arrancó el cigarro de los labios con una sonrisa.


Era probable que se diera cuenta de que cogía el cigarro como si se tratara de un apestado, pero odiaba el tabaco. Lo llevó hasta la mesilla y allí lo hundió en un vaso de agua, que empapó por capilaridad el papel que aún no se había carbonizado, al sonido seseante del fuego que se apaga.


Puedes irte.


Aquel puedes no era opcional, por si no había quedado claro. Con rapidez, hurgó en el cajón donde sabía que estaba la carta y la cogió.


Aún desnuda, se levantó y se contorneó con la amarillenta carta en la mano. Salió de la habitación y se dirigió hasta el baño. Le encantaban las casas del norte, siempre caldeadas y con unos suelos de moqueta encantadores.


Cuando estuvo allí, se sentó en la taza y abrió por enésima vez la carta, sólo releer la postdata, hizo que volviera a perder la vista en el vacío. Lo había esperado todo, todo menos eso.


PD: Te quiero.


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