Impertérrito, dejaba volar su imaginación aunque una retahíla de palabras le perforaba el tímpano de forma ininterrumpida. ¿Qué significaba todo aquello? No lo sabía, pero era su casa, y en su casa habitaba lo impredecible.
Cierto era que esa condición que le había atado a aquellos muros había desaparecido hacía tiempo, pero no había sido capaz de romper las cuerdas de su pasado tanto como le habría gustado. Con solvencia, podría vivir cómodamente en un piso céntrico, cerca de su trabajo, donde pudiera comer lo que quisiera y refugiarse en un silencio que no habitaba en su actual hogar; pero definitivamente eso habría podido con él.
Así que sencillamente puso cara de circunstancias y divagó mientras terminaba la perorata.
No, no había hecho nada, quizás dejar algún calcetín fuera del cesto de la ropa sucia, ¿pero qué importancia podía tener aquello? Aquellos gritos venían desde un alma atormentada, atormentada recientemente por la muerte de un ser querido, de uno de sus hermanos pequeños.
Cualquiera podría haber dicho: uno más, uno menos... un cualquiera de tantos, pero el valor de un familiar, sea lo grande que sea la familia, es un valor intrínseco de cada escudo y apellido que no podrá cotizarse en un mercado estándar.
Nunca te han roto la cara, ¿verdad?, era la frase con la que su madre acababa la conversación, arrastrando consigo la existente o inexistente razón, clave del triunfo una discusión que ha sido discurso.
Con el pertinente portazo dio por concluida la lección y le dejó solo, aunque poco tardó la puerta en volver a abrirse para que dos renacuajos, riendo y corriendo, se lanzaran a muerte a por un juguete instantes antes abandonado por un tercero. Aunque había sido como ellos, no los comprendía, y relegaba esas cuestiones de aquiescencia a entidades superiores. ¿Dios? No...
Se dio la vuelta en su silla y volvió a sumergirse en aquel periódico donde parecía que sólo había espacio para calamidades y tonterías, aunque a estas últimas podemos etiquetarlas igualmente de calamidades para nuestra sociedad. Estaba harto de los periódicos, no sabía por qué los seguía leyendo si tenía una tan mala opinión de ellos.
Relegó sus pensamientos al vacío y paseó sus ojos por los titulares de forma automática, eludiendo el alboroto que armaban unos lloros abajo. De pronto, sus ojos se pararon y su mente volvió a funcionar: había leído algo interesante. Algo interesante, en un periódico...
Sonrió explícitamente, solo, y aunque cualquiera pudo haberse sentido idiota, él no desdibujó esa sonrisa cuando bajó a la cocina a por unas tijeras. La mirada airosa de su progenitora le dejó a entender que seguía herida por esa discusión. Como si realmente le afectara...
Tijeras en mano, volvió a su cuarto y se encontró con que el periódico no estaba. Nunca le había importado, pero aquella vez... Cuando quiso darse cuenta, la mitad de sus hermanos llevaba gorritos de papel de periódico mientras jugaban a una épica odisea sobre la mesa del salón, al lado de un montón de papeles destrozados que habían sido el periódico de la mañana.
Dejó las tijeras en un estante alto, lejos de aquellos diablos y echando una última mirada al espejo de la entrada salió por la puerta, contando tres o cuatro monedas sobre la palma abierta de su mano.
Se dirigió sin rodeos al quiosco y compró otro ejemplar del mismo periódico, que pagó con prisas y abrió aún con mayor ansiedad, como si ese ejemplar de la edición no fuera a esconder el mismo contenido que el resto, pero ahí estaba, sí...
Volvía a leerla, y aquella sensación era tan cálida e íntima que no pudo evitar abrazarse a sí mismo, allí, entre el gentío tan poco empático de una metrópolis muerta a la ética.
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