21 de agosto de 2011

Cuestión de kilómetros


Corremos cuando somos jóvenes, y cuando somos viejos aún más. La segunda vez que ocurre es porque ya hemos pasado por la primera, y sabemos que es necesario si queremos hacer todo lo que queremos hacer. O al menos eso quería pensar.


Él había dejado de correr. Sólo caminaba deprisa como quien dice en el camino de la vida; aunque aún no comprendía por qué.


Las manos le sudaban sobre el volante desde que había salido de casa, y los gritos de sus padres, gente acelerada, aún resonaban por su cabeza. No era nada extraño.


No estaba enfadado, aunque tampoco era para quedarse impertérrito. Le habían echado de casa, era así de simple. No con un “vete” o “recoge tus cosas”, pero sabía que de aquel modo no podía seguir viviendo junto a aquellas personas. No si quería seguir siendo quien era.


¿Hacia dónde iba? No lo sabía, pero no le preocupaba. La mayoría de nosotros vivimos sin planear lo que vamos a vivir. No sabemos si sufriremos un infarto una noche de sueño plácido, o si bajando unas escaleras tendremos el tropezón fatal. Por eso no nos concienciamos en planificar cada rumbo, cada dirección y cada sentido. Con enderezar las cosas torcidas un poco nos sentimos satisfechos.


Cuando se reencontró allí sentado, inesperadamente, se dio cuenta de que la radio estaba puesta, cosa en la que no había reparado los doscientos kilómetros que llevaba a la espalda. ¿Cómo había pasado inadvertida?


La apagó. Y su mirada se endureció.


Aquella oscuridad, adherida a la interminable carretera, le recordaba a episodios oscuros de su vida, una sensación similar a la de una camiseta mojada sobre el pecho: oprimiendo… demasiado pesada como para quitarla y demasiado pegada como para no perder algo de ti al separarte de ella.


Pronto comenzaron las curvas, y las luces del coche se reflejaban de forma intensa frente a las paredes verticales de tierra revestida con redes de aluminio. Se reflejaban hasta que desaparecían en el tramo final, vertiendo su luz a una oscuridad que la devoraba como si le fuera la vida en ello: el vacío.


Subía, ascendía metro a metro, a una velocidad inferior a la que habría deseado, pero pronto llegaría al puerto. Y cuando lo alcanzara, simplemente se limitaría a bajar inútilmente la pendiente que aquella maldita carretera secundaria le había obligado a subir.


Apenas sin darse cuenta, la pendiente desapareció y sufrió la irresistible tentación de levantar el pie del acelerador.


Ante él, un parador con zona de parking le abría una ventana a la civilización representada por un mar de luces parpadeantes que oscilaban entre el blanco y los colores más llamativos posibles.


Detuvo el motor y cuando sintió vibrar la estructura metálica del vehículo a través de la llave de arranque, un escalofrío lo sacudió.


Salió y un aire revitalizante le impactó en la cara, como una palmada que le invitaba a despertar sus sentidos.


No podía apartar la mirada del horizonte, donde la civilización amenazaba a todo lo demás. Casi con jactancia, como un “aquí estoy, ¿me ves?”.


Sonrió tristemente ante este pensamiento, y entonces alzó la vista…


Todas eran iguales, pero a la vez no lo eran: las estrellas. De un color pálido y uniforme, tendían brazos invisibles con un encanto sobrenatural. Fue tal, que a los pocos segundos una estrella fugaz se cruzó en su campo de visión y para cuando quiso, su oportunidad de pedir un deseo se había esfumado.


Decidió darles una segunda oportunidad, una segunda oportunidad que no habría existido, si no hubiera recorrido esos kilómetros de más…


Queda decir que lo que más le preocupaba de esa segunda estrella, era no formular el deseo de la forma más adecuada, se lo concediera quien se lo concediera…

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