13 de febrero de 2012

Fuera




Habitamos una casa donde cada armario, cada puerta, cada cajón… está abierto por necesidad. Porque necesitamos ver el interior constantemente, el interior de las cosas para perder con tranquilidad y sin cargo de conciencia la capacidad de recordar o memorizar las formas y sus historias. Si un cajón se cierra sencillamente lo olvidamos: a él y a todo su contenido, a toda su trascendencia.


Mantenemos el orden, y limpiamos el polvo con frecuencia. Los perfumamos y colocamos las cosas más bonitas encima para que todos las vean, pero en cada recoveco oscuro que encontramos, escondemos cosas inconscientemente; cosas que sabemos que no podemos guardar en los cajones porque cuando llega un invitado, y los encuentre abiertos, es impensable que pueda encontrar fealdad, deterioro o la intrínseca verdad que nos quebranta.


Oh, creedme, no será agradable si lo encuentra.


Es por eso que, antes que cerrar cajones, tendemos a dejar las cosas fuera, en un suelo lleno de polvo y suciedad. Expuestas a la erosión del tiempo, a las pisadas y a la ausencia de luz. Expuestas al auténtico olvido.


Creo, que si no cuidamos también de las cosas que no nos gusta ver, acabaremos convirtiendo cada vez más el contenido de nuestros cajones en esas cosas sin alma, porque olvidaremos como son y en nuestra inocencia, aprenderemos a desaprender cometiendo infinitamente el error de negarnos.


Y todo porque nos empeñamos en mostrar más de nosotros de lo que es necesario, porque aquellos que tienen que vernos como somos, tienen la capacidad, confianza y autoridad cuanto cajón sea necesario.


Yo he decidido dar portazos y dar al traste con todo. Cerrar cajones y puertas, y obviarlo todo, porque las cerraduras tienen llaves, y las llaves, propietarios que saben cuándo deben abrirlos.



Ahora, lo guardaré todo dentro.



No hay comentarios:

Publicar un comentario