8 de febrero de 2012

Esta lección


Aunque vivimos para aprender, también es cierto que vivimos porque no hemos aprendido.


Como intérpretes de nuestra historia, nuestra versión de los hechos siempre es relativa, pero he de matizar que al final esa y no otra es la versión que vale, al tratarse de la única autoconclusiva. No obstante, esa conclusión válida es silenciosa y permanece oculta bajo los labios sellados con el beso de la muerte.


Nuestro final, de ser contado, habitualmente se manifiesta en boca de terceros: en hijos y amigos bienamados que manifiestan un potente recuerdo por una vida llevada a término, y esas memorias son eso, recuerdos del cómo.


Cómo era su mirada, su voz cuando estaba enfadado, su sonrisa o sencillamente, cómo removía el tazón de café: hacia la derecha, o hacia la izquierda… Eso, para quienes han sido queridos, u odiados. Los hay que tienen la suerte de pasar pronto al olvido y así poder capitular.

Decía que vivimos porque no hemos aprendido, y es que hay que vivir para pasar una lección. Esta lección: esta vida.

La experiencia como actos de buena fe o iniquidades es algo que muy lentamente, ahonda en nuestra piel forjando una cicatriz que no se ve. Un magnífico entramado de escamas camaleónicas tatuadas por la agonía de la vida.

Cuando morimos, y vemos esos tatuajes en nosotros, entonces tenemos la opción de completar el puzle de nuestra vida, la oportunidad de leer el epílogo que nos permite comprender o no el por qué de esto, el por qué de aprender. Y sobre todo, saber que nunca sabremos lo bastante como para dejar de aprender.


Porque quienes viven para no aprender, no viven sino que retroceden en el camino del ser, desandando los pasos que nuestra alma no nos volverá a susurrar.


Espero, cuando llegue el día, entender mi historia, por mucho que quizás otros hablen de mí de una forma más amable.


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