31 de enero de 2012

Ficción




Aunque el término escritor hoy por hoy es algo banal, me remitiré a los hechos diciendo que escritor es ciertamente quien escribe.


Si bien hay muchas maneras de escribir, yo en este caso me centro en los escritores que cuentan historias: de dragones y doncellas en lugares encantados, o simplemente aquellos que narran la monotonía de la vida de algún administrativo frustrado cuyo anodino ritmo, en pocos capítulos, vira a una coloratura de plenitud donde los acontecimientos se atropellan unos a otros a un ritmo vertiginoso. Todo son historias al final, y en esas historias podemos aludir a algo, que como muchas veces digo, es relativo.


Historias de historias.


En esto, no se puede medir lo que hay de cierto y lo que no; la verdad la encuentra cada uno donde quiere. No obstante, hace tiempo leí por mano de otro escritor que todo lo que se plasma en tinta se basa en alguna experiencia y que el escritor nunca inventa nada: no crea, sino que reconstruye a partir de pedazos inexactos de su existencia que probablemente hasta él mismo desconoce. Estos se mezclan de una manera maravillosa, o bien le causan una conmoción tal que es capaz de hilvanar una delicada y sutil historia que parece –voila-, sacada por arte de magia de un ingenio que algunos llaman erróneamente ficción.


Pues bien, yo he intentado encontrar mi ficción. No al escribir, sino más bien al recapacitar sobre lo escrito. Ahondando, como bien sabéis los que me conocéis, en aquello que todos desmienten pero que nadie demuestra. Y en esa ficción intento encontrar algo que aunque quizás forme parte de mis experiencias no haya tenido nunca lugar, porque son historias que cuento y no he vivido, pero me gustaría vivir.


Esto tiene su por qué, más allá de las tramas derivadas y lo que pueda ser de Él, o especialmente de Ella.


Los sueños, ilusiones o cualquier esperanza. Un ansia insólita que te devora. Gente que nos habría gustado conocer u otras vidas en las que habríamos gustado ser una tímida amapola, para vivir poco pero intensamente bajo la mirada de otros seres superiores que nos admiraran y en cierto modo, nos envidiaran sobremanera por la simplicidad de nuestra hipotética vida.


Obviamente no es fácil encontrar una respuesta, y nunca se puede esperar encontrarla tan pronto cuando uno entra en ese bucle de reflexión desde hace tan relativamente poco tiempo –desde un punto de vista cognitivo-. No, mi ficción no tiene forma, ni entiende de términos que recojan ensayos escritos con ricas palabras por mentes denominadas privilegiadas. Mi ficción es algo más extraño y aunque no sé descifrarla, creo que algún día podré atisbar a comprender sus más básicos patrones, la rotación inicial. El impulso que mueve el primer engranaje.


Los grandes neurólogos hablan del error que supone estudiar el conocimiento, como concepto abstracto, en la anatomía del ser humano. En una neurona se puede entender tanto del conocimiento como un humanista podría inferir sobre la identidad lenguaje analizando una gota de tinta.


La importancia de esa red visionaria que entreteje los eventos de las historias es el pilar de la ficción: algo pequeño, o grande, donde somos como somos porque así lo hemos deseado inconscientemente; ajenos a terceros o a la realidad que nos envuelve. Una burbuja aislante que nos permite recrearnos en lo que los demás no nos pueden ofrecer.


Una ficción para dejar de ser lo que somos, y así, conocernos. Vivir sin límites, vivir en algo que sabemos que no viviremos entre las páginas de algo que pasará desapercibido a todos pero que para nosotros lo será todo: porque será nuestro ser en sí mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario