18 de enero de 2012

Juego




Me gusta recrearme en el peligro de las miradas, porque aunque ambicionar castillos en el aire es peligroso, es un hobby tan bueno como cualquier otro.


Durante el silencio de la mirada, se establece un juego de tira y afloja en el que se impulsa una ruleta de dimensiones desconocidas. Habitualmente no esperamos obtener respuesta, ¿pero y si el otro jugador también gustara del hobby?


Discretos o indiscretos, de mil y un colores, con o sin pestañeos resulta que muchas veces las conversaciones no son capaces de sustituir lo que los ojos dicen. Lo que los ojos hablan.


Podría hablar de la fisiología del ojo, de la complejidad evolutiva del ojo y de cómo esas diminutas células: conos y bastones, participan en el intrincado sistema de la visión. Casi podría oír el clac, clac, clac del cerebro que procesa la información de lo que veo y que me lleva a escribir esto.


Sin embargo, me basta con la experiencia. Con la vivencia del juego en sí, pero sobre todo, con el maremágnum de recuerdos difusos que la retina acumula.


Quien me pregunte de qué hablo, le diré que hablo del mirar y del no ver, de la consciencia del no saber qué se hace, del impulso irracional de lo premeditado. Al fin y al cabo mis aficiones nunca han sido fáciles de explicar (¿si pudieras volar, volarías descalzo?).


Así que me limitaré a decir que sencillamente lo hago. Miro, y cuando me encuentro ante un particular juego de pelota, me entretengo y me atrevo a sonreír, porque mediante el reflejo iridiscente entiendo que me entienden, y en ese breve e irrepetible momento de complicidad me abandono a la emoción que me recuerda que de algún modo, todos pertenecemos a algo, y que si somos de la misma especie, si somos humanos… si somos personas, es por algo que llevamos dentro, que nos permite trazar esa mirada, que articula nuestra sonrisa y que sé, que me hace feliz.


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