¿Crees en los milagros?,
susurró en la oscuridad polar del callejón.
Un hilo de sangre le
caía por la comisura de la boca y sentía un fuerte dolor en el pecho, justo
donde había recibido el impacto de aquel puñetazo. Se había mordido los labios.
Su respiración se
mantenía constante y serena en contraste con la agitación que lo invadía en su
interior. Era la primera vez que se peleaba, su primera pelea real, y el sabor
salado de la sangre en su boca nunca había sido tan real en sus oscuros
pensamientos. Tan oscuros como aquel callejón.
Os lo diré de otro
modo. ¿Sabéis lo que es la adrenalina?
Cualquiera habría
tomado al chico por estúpido, o simplemente por loco, pero la mirada de
determinación amedrentaba a aquel sucio delincuente que había ido a dar con la
persona equivocada en el momento de su vida equivocado.
Dame lo que llevas
encima, y no saldrás peor de lo que estás.
No, definitivamente
aquello no se trataba de una negociación, sencillamente era hora de saldar
cuentas con el hado en un juicio que se había prolongado demasiado.
Las glándulas
suprarrenales, comentó como si nada tocándose uno de sus costados adoloridos,
secretan increíbles cantidades de adrenalina cuando el organismo se encuentra
en un estado fisiológico crítico de lucha o huida.
Aquello parecía un
recital, y el auditorio no entendía nada. ¿De qué hablaba el chico? Más le
valía soltar los billetes que llevara encima si quería salir con vida, glándula
suprarrenal o no.
El atacante sacó la
mano de su bolsillo derecho y con la mano brilló una navaja retráctil en su
mano, vacilante. Su mirada no podía apartarse de aquel diminuto utensilio: una
herramienta creada para destruir a partir de la roca fundida de metal. Algo tan
simple; algo tan fatal.
El mundo flotaba a su
alrededor, y el tiempo parecía hendirse en un falso decorado donde se congelaba
y hacía que todo pasara lento, como si el regusto de una almendra amarga
después de masticarla. Sentía el latido de su corazón en las sienes. La presión
de cada arteria contra su piel, cediendo elástica ante la fuerza que ardía en
su interior. Toda la represión, las palabras escondidas, el tesoro de una vida
que ha crecido escondida.
Te lo preguntaré una
vez más, afirmó sin temblar un ápice su voz tan profunda como un pozo de aguas
negras, ¿crees en los milagros?
El asaltante no era un
hombre de paciencia, pero cuando una voz sonó al fondo del callejón, tuvo que
girar la cabeza.
Alguien daba gritos de
alerta. Era la voz de una mujer: suave y decidida, que escrutaba desde la
luminosidad de la calle alumbrada hacia el callejón. ¿Quién había decidido
clavar la mirada en la oscuridad, cuando podía seguir un camino iluminado? ¿Y
por qué se preguntaba aquello el muchacho cuando era su oportunidad?
La adrenalina,
efectivamente, inundaba su cuerpo hasta hacerlo temblar. Sentía débiles sus
articulaciones, y las rodillas le gritaban que se moviera o caería desplomado
al suelo de un momento a otro.
No hubo tiempo para la
reacción. El ladrón salió corriendo mientras chasqueaba la lengua. ¿Sería
tímido?
La mujer se adentró
corriendo en el callejón una vez un par de personas más se habían sentido
alertadas y se habían aproximado a la entrada del callejón.
Ella se acercó hasta
él. Se había apoyado inconscientemente contra la pared y aunque no era
consciente, su mentón temblaba frenéticamente haciendo que los dientes
castañearan.
Con la espalda contra
la pared, se fue deslizando lentamente hasta dar con el suelo. Sus rodillas no
habían aguantado más, y la adrenalina no había servido más que para agarrotar
su cuerpo y agotar cada fibra de sus músculos.
Ha sido un milagro que
os escuchara, dijo ella con una mirada impertérrita y penetrante que intentaba
ahondar en él fijando sus ojos en los suyos.
Un milagro, susurró
antes de agachar la barbilla sanguinolenta y cerrar los ojos para abandonarse a
los estertores de la frustración, impotente.
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