27 de mayo de 2012

De milagros




¿Crees en los milagros?, susurró en la oscuridad polar del callejón.


Un hilo de sangre le caía por la comisura de la boca y sentía un fuerte dolor en el pecho, justo donde había recibido el impacto de aquel puñetazo. Se había mordido los labios.


Su respiración se mantenía constante y serena en contraste con la agitación que lo invadía en su interior. Era la primera vez que se peleaba, su primera pelea real, y el sabor salado de la sangre en su boca nunca había sido tan real en sus oscuros pensamientos. Tan oscuros como aquel callejón.


Os lo diré de otro modo. ¿Sabéis lo que es la adrenalina?


Cualquiera habría tomado al chico por estúpido, o simplemente por loco, pero la mirada de determinación amedrentaba a aquel sucio delincuente que había ido a dar con la persona equivocada en el momento de su vida equivocado.


Dame lo que llevas encima, y no saldrás peor de lo que estás.


No, definitivamente aquello no se trataba de una negociación, sencillamente era hora de saldar cuentas con el hado en un juicio que se había prolongado demasiado.


Las glándulas suprarrenales, comentó como si nada tocándose uno de sus costados adoloridos, secretan increíbles cantidades de adrenalina cuando el organismo se encuentra en un estado fisiológico crítico de lucha o huida.


Aquello parecía un recital, y el auditorio no entendía nada. ¿De qué hablaba el chico? Más le valía soltar los billetes que llevara encima si quería salir con vida, glándula suprarrenal o no.


El atacante sacó la mano de su bolsillo derecho y con la mano brilló una navaja retráctil en su mano, vacilante. Su mirada no podía apartarse de aquel diminuto utensilio: una herramienta creada para destruir a partir de la roca fundida de metal. Algo tan simple; algo tan fatal.




El mundo flotaba a su alrededor, y el tiempo parecía hendirse en un falso decorado donde se congelaba y hacía que todo pasara lento, como si el regusto de una almendra amarga después de masticarla. Sentía el latido de su corazón en las sienes. La presión de cada arteria contra su piel, cediendo elástica ante la fuerza que ardía en su interior. Toda la represión, las palabras escondidas, el tesoro de una vida que ha crecido escondida.


Te lo preguntaré una vez más, afirmó sin temblar un ápice su voz tan profunda como un pozo de aguas negras, ¿crees en los milagros?


El asaltante no era un hombre de paciencia, pero cuando una voz sonó al fondo del callejón, tuvo que girar la cabeza.


Alguien daba gritos de alerta. Era la voz de una mujer: suave y decidida, que escrutaba desde la luminosidad de la calle alumbrada hacia el callejón. ¿Quién había decidido clavar la mirada en la oscuridad, cuando podía seguir un camino iluminado? ¿Y por qué se preguntaba aquello el muchacho cuando era su oportunidad?


La adrenalina, efectivamente, inundaba su cuerpo hasta hacerlo temblar. Sentía débiles sus articulaciones, y las rodillas le gritaban que se moviera o caería desplomado al suelo de un momento a otro.


No hubo tiempo para la reacción. El ladrón salió corriendo mientras chasqueaba la lengua. ¿Sería tímido?


La mujer se adentró corriendo en el callejón una vez un par de personas más se habían sentido alertadas y se habían aproximado a la entrada del callejón.


Ella se acercó hasta él. Se había apoyado inconscientemente contra la pared y aunque no era consciente, su mentón temblaba frenéticamente haciendo que los dientes castañearan.


Con la espalda contra la pared, se fue deslizando lentamente hasta dar con el suelo. Sus rodillas no habían aguantado más, y la adrenalina no había servido más que para agarrotar su cuerpo y agotar cada fibra de sus músculos.


Ha sido un milagro que os escuchara, dijo ella con una mirada impertérrita y penetrante que intentaba ahondar en él fijando sus ojos en los suyos.


Un milagro, susurró antes de agachar la barbilla sanguinolenta y cerrar los ojos para abandonarse a los estertores de la frustración, impotente.



No hay comentarios:

Publicar un comentario