Era una buena ciudad;
una de esas en las que se puede comer bien. Uno podía encontrar cualquier cosa
que le apeteciera si sabía buscar: desde restaurantes de cinco tenedores a
lugares donde la salubridad se ponía en entredicho y el acto de la ingesta se
relegaba a la mera habilidad dactilar y rechupeteo
de cada cual. Pero aquella mañana era diferente.
Eran nuevos en la
ciudad, pero se sentían parte de ella, parte de esa masa hambrienta que se
agitaba entre las calles. Se habían levantado con hambre, mas con hambre de
algo… diferente.
Se miraron; se miraron
y asintieron enérgicamente. Podría decirse que aquella era una relación peculiar
y tácita de neurona y estómago común.
Habían llevado el paso
ligero desde que cruzaron el mismo umbral de aquel infierno. ¿Quién no tiene
prisa cuando camina descalzo sobre ascuas? La ordinaria multitud del metro en
la gran ciudad bien podría haber sido su infierno particular. Verse, de aquel
modo, abocados a hacer un uso anodino de aquel medio de transporte tan
desquiciante había acabado siendo una opción más que aceptada por la comodidad
y rapidez del servicio que suponía, más allá de ese contacto humano tan
innecesario.
Era lamentablemente
irónico. Después de respirar en una atmósfera de grandeza metropolitana
–obviando, claro está, la contaminación-, tener que sumergirse en los vahos
pútridos del subsuelo. Gregorio Samsa había sido más hombre.
Sus pasos, en vana
carrera persecutoria, sabían recrearse en una ilusoria parsimonia a cada
escalón que descendían. No había prisa, pero sus semblantes parecían indicar lo
contrario en esa mueca retorcida por el asco.
Humedecían sus labios,
casi inconscientemente, pero su gesto de ansiedad les delataba.
Las miradas se detenían
en aquellos que dejaban atrás a su paso, miradas de un solo instante para luego
olvidar el rostro que habían mirado a los ojos y así, pasar a un nuevo que
también sería olvidado. No correría esa suerte aquella chica con la maleta.
En aquellos pasillos
laberínticos eran necesarios los mapas, pues en un ambiente crispado no hay
respuestas amables ante preguntas incautas. Nombres, propios o comunes, de
paradas y estaciones dispares se acumulaban en letreros coloridos.
Indecisos y barruntando
sobre qué hacer o decidir, se detuvieron frente a uno de estos carteles. No se
miraban, pero sabían que leían lo mismo.
Un sonido, casi imperceptible,
pasó por detrás. Una mano, enlazada de una forma elegante, tiraba sobre dos
ruedas de una pesada maleta púrpura. Era una chica joven, con gafas y llena de
tibieza. Una tibieza, que hizo que aquella pareja se apresurara a ir tras ella.
Fue rápido, pero
tardaron algo más que un abrir y cerrar de ojos en acabar en el mismo vagón.
Cuando el timbre sonó y las puertas cedieron para sellar la salida, una sonrisa
ocultó las fauces de los lobos, que se giraron hacia aquella improvisada
Caperucita Roja de maleta púrpura.
La situación tranquila
del vagón, con apenas un par de pasajeros más, provocó que la niña pronto
percibiera su presencia. Como cualquier humano, temía a lo desconocido: y a lo
desconocido no se lo mira a los ojos sin una buena razón.
Unos segundos,
lánguidos, transcurrieron sin más novedades que el continuo traqueteo y repicar
de las ruedas bañados por la mortecina luz artificial. Fue un instante, sí,
solo un instante, pero la chica les miró.
Uno de ellos no se dio
cuenta, pero el otro sí. En esa mirada, él le devolvió más que una mirada una
insinuación, y la tibia muchacha palideció. Comenzó a desplazarse por el vagón,
rápidamente, algo más lejos que aquellos hombres.
Probablemente por su
mente pasaran conceptos como violadores, raptores, o sencillamente tipos sin
escrúpulos. Si bien no eran ninguna de las tres, bien hacía en temerles a
ellos, y a cualquier persona hambrienta.
Aquella presa era suya,
y aquel tren ya había emprendido un rumbo que no podía cambiarse.
La siguieron por el
vagón, discretamente enfundados en sus pesados abrigos. Salivando. Aquella gran
maleta púrpura les excitaba, como la oliva en un Martini.
Fue justo en el
instante en que el tren paró cuando todos se detuvieron. Hubo una nueva mirada,
y los tres se arrojaron fuera del tren. ¿Parada para todos?
La maleta volvía a
sonar rodando, ahora, más frenética que antes. Acompañada por un tic tac de cocodrilo que marcaba un
compás excitante.
La última vez que se
volteó en su carrera, las gafas negras y delicadas colgaban sobre el puente en
un ángulo extraño. Las prisas no son buenas. Pero probablemente se había dado
cuenta de ello demasiado tarde, demasiado tarde para detenerse o para huir.
Se abalanzaron sobre
ella, en la soledad del blanco corredor, y la luz del techo comenzó parecer a
extinguirse conforme revelaban sus formas auténticas y verdaderas. Risas
grotescas y manos que solo eran humanas por los dedos que tenían.
Podría girarse, gritar
y suplicar. Pero si por algo se caracteriza el humano es por moverse por las
necesidades fisiológicas, y el hambre es una de las más peligrosas…
De ella, solo quedó la
maleta. Una maleta púrpura.
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