18 de abril de 2012

La chica de la maleta púrpura



Era una buena ciudad; una de esas en las que se puede comer bien. Uno podía encontrar cualquier cosa que le apeteciera si sabía buscar: desde restaurantes de cinco tenedores a lugares donde la salubridad se ponía en entredicho y el acto de la ingesta se relegaba a la mera habilidad dactilar y rechupeteo de cada cual. Pero aquella mañana era diferente.


Eran nuevos en la ciudad, pero se sentían parte de ella, parte de esa masa hambrienta que se agitaba entre las calles. Se habían levantado con hambre, mas con hambre de algo… diferente.


Se miraron; se miraron y asintieron enérgicamente. Podría decirse que aquella era una relación peculiar y tácita de neurona y estómago común.


Habían llevado el paso ligero desde que cruzaron el mismo umbral de aquel infierno. ¿Quién no tiene prisa cuando camina descalzo sobre ascuas? La ordinaria multitud del metro en la gran ciudad bien podría haber sido su infierno particular. Verse, de aquel modo, abocados a hacer un uso anodino de aquel medio de transporte tan desquiciante había acabado siendo una opción más que aceptada por la comodidad y rapidez del servicio que suponía, más allá de ese contacto humano tan innecesario.


Era lamentablemente irónico. Después de respirar en una atmósfera de grandeza metropolitana –obviando, claro está, la contaminación-, tener que sumergirse en los vahos pútridos del subsuelo. Gregorio Samsa había sido más hombre.  


Sus pasos, en vana carrera persecutoria, sabían recrearse en una ilusoria parsimonia a cada escalón que descendían. No había prisa, pero sus semblantes parecían indicar lo contrario en esa mueca retorcida por el asco.


Humedecían sus labios, casi inconscientemente, pero su gesto de ansiedad les delataba.


Las miradas se detenían en aquellos que dejaban atrás a su paso, miradas de un solo instante para luego olvidar el rostro que habían mirado a los ojos y así, pasar a un nuevo que también sería olvidado. No correría esa suerte aquella chica con la maleta.

En aquellos pasillos laberínticos eran necesarios los mapas, pues en un ambiente crispado no hay respuestas amables ante preguntas incautas. Nombres, propios o comunes, de paradas y estaciones dispares se acumulaban en letreros coloridos.


Indecisos y barruntando sobre qué hacer o decidir, se detuvieron frente a uno de estos carteles. No se miraban, pero sabían que leían lo mismo.


Un sonido, casi imperceptible, pasó por detrás. Una mano, enlazada de una forma elegante, tiraba sobre dos ruedas de una pesada maleta púrpura. Era una chica joven, con gafas y llena de tibieza. Una tibieza, que hizo que aquella pareja se apresurara a ir tras ella.




Fue rápido, pero tardaron algo más que un abrir y cerrar de ojos en acabar en el mismo vagón. Cuando el timbre sonó y las puertas cedieron para sellar la salida, una sonrisa ocultó las fauces de los lobos, que se giraron hacia aquella improvisada Caperucita Roja de maleta púrpura.


La situación tranquila del vagón, con apenas un par de pasajeros más, provocó que la niña pronto percibiera su presencia. Como cualquier humano, temía a lo desconocido: y a lo desconocido no se lo mira a los ojos sin una buena razón.


Unos segundos, lánguidos, transcurrieron sin más novedades que el continuo traqueteo y repicar de las ruedas bañados por la mortecina luz artificial. Fue un instante, sí, solo un instante, pero la chica les miró.


Uno de ellos no se dio cuenta, pero el otro sí. En esa mirada, él le devolvió más que una mirada una insinuación, y la tibia muchacha palideció. Comenzó a desplazarse por el vagón, rápidamente, algo más lejos que aquellos hombres.


Probablemente por su mente pasaran conceptos como violadores, raptores, o sencillamente tipos sin escrúpulos. Si bien no eran ninguna de las tres, bien hacía en temerles a ellos, y a cualquier persona hambrienta.


Aquella presa era suya, y aquel tren ya había emprendido un rumbo que no podía cambiarse.


La siguieron por el vagón, discretamente enfundados en sus pesados abrigos. Salivando. Aquella gran maleta púrpura les excitaba, como la oliva en un Martini.


Fue justo en el instante en que el tren paró cuando todos se detuvieron. Hubo una nueva mirada, y los tres se arrojaron fuera del tren. ¿Parada para todos?


La maleta volvía a sonar rodando, ahora, más frenética que antes. Acompañada por un tic tac de cocodrilo que marcaba un compás excitante.


La última vez que se volteó en su carrera, las gafas negras y delicadas colgaban sobre el puente en un ángulo extraño. Las prisas no son buenas. Pero probablemente se había dado cuenta de ello demasiado tarde, demasiado tarde para detenerse o para huir.


Se abalanzaron sobre ella, en la soledad del blanco corredor, y la luz del techo comenzó parecer a extinguirse conforme revelaban sus formas auténticas y verdaderas. Risas grotescas y manos que solo eran humanas por los dedos que tenían.


Podría girarse, gritar y suplicar. Pero si por algo se caracteriza el humano es por moverse por las necesidades fisiológicas, y el hambre es una de las más peligrosas…


De ella, solo quedó la maleta. Una maleta púrpura. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario