He vivido de recuerdos. Cada noche, débil y sin
fuerzas, he abierto la puerta verde, o quizás la puerta azul, y alargado la
mano a ciegas para abrazarlos y devorarlos. Para hacerlos míos, para
resucitarlos, para recrearme en cuentos con final escrito.
Algunas veces los he comido con ansiedad; otras, como
si quisiera paladear cada segundo recordado para que nunca más lo volviera a
olvidar. Recordar con devoción su forma y su textura, sus delicadas tonalidades. He acabado con cada migaja que he dejado caer, con cada pedazo que mi mano ha alcanzado en la despensa que debería estar prohibida.
Y cuando he despertado siempre he tenido el mismo
amargo sabor de boca. Los labios resquebrajados. El mismo estómago vacío y
contraído de dolor. La misma mirada perdida, catatónica, perdida en una puerta tan
lejos de esta realidad.
Una puerta que debería estar cerrada con la llave de
nuestra voluntad. En un mundo en el que no existe una realidad, el único
peligro somos nosotros mismos. ¿De qué tenemos hambre?
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