3 de abril de 2011

Condescendencia


Era una obsesión, aunque no quería creerlo.


Tenía sueños cada noche en los que una voz le decía que le quería, una voz conocida. ¿O eran imaginaciones suyas? Ella prefería llamar pesadillas a aquellos sueños.


Es necesario aprender a vivir los domingos. Durante toda su infancia había visto cómo se comportaba el mundo que le rodeaba esos días de fiesta: ir al campo, comer en familia, ver una película juntos… Casi todas las acciones implicaban un sujeto en plural asociado a la compañía.


Era cierto que ella no tenía a nadie lo suficientemente cerca para compartir veinticuatro horas a la semana, a nadie especial al menos. Pero, aunque su más íntimo amigo viviera pared con pared no sería capaz de verle la cara un domingo.


Los domingos eran días para ella, para Ella.



¿Egoísta? Por supuesto, pero era un día a la semana. Y uno de cada siete días son estadísticas muy bajas.


En cierto modo, también le gustaban los domingos porque no soñaba. Cuando se tiene todo lo que se quiere, ¿por qué se ha de soñar? Para la joven narcisista los domingos en los que ella era el centro de atención de todo su mundo no podía pedir nada más, porque era ella misma en cada cosa que hacía, miraba o tocaba…


Ser uno mismo… Es duro plantearse esto solo cuatro días al mes, cincuenta y dos al año. Por supuesto, no quería decir que el resto del tiempo dejara de serlo, pero vivir en sociedad nos merma a todos, a cada una de nuestras esencias.


La soledad de los domingos, observar como el día oscurece a través de la ventana cerrada… nos aporta entereza.


Podía pasar el día llorando, o riendo, rebujada en las mantas de una cama que no pensaba hacer. Mirar al vacío o estudiar poesía a través de un lápiz y su libreta. No esa poesía empalagosa que habla sobre el amor, o la poesía deprimente del suicidio. Su poesía simplemente hablaba de ella, porque cuando la escribía era la protagonista. Y uno no es amor o tristeza, lo es todo y es nada.


Con un bostezo, mientras estiraba las piernas sobre el sofá, alargó la mano hasta el mando de la televisión. Cuando la puso en marcha, comenzó a pasar canales uno tras otro sin prestar demasiada atención al contenido del programa que emitían.


No entendía nada, ni una palabra de aquel idioma extraño, pero le gustaba tener ruido de fondo, le recordaba lo que había fuera de aquellas paredes, incluso los domingos.


Se dedicaba a acariciar el cojín con los ojos cerrados, y dejar pasar el tiempo. Y le gustaba precisamente porque le demostraba al tiempo quién mandaba.


Cualquiera lo habría interpretado como no hacer nada, que habría sido mejor irse a dormir, o simplemente dedicarse a ver la televisión, pero entonces sería el tiempo quien tendría el control sobre ella.


Era un día para marcar ritmos, y cuando sintió un escalofrío por la columna vertebral se encogió sobre sí misma, con un ligero temblor. Abrió con serenidad los ojos y comprobó que el día acababa.


No hubo suspiros o sonrisas. Sólo hubo indiferencia, una indiferencia que duraría unas horas más…


Pero hay que ser condescendientes, y saber dejar que cada uno sea como quiera ser, ya que en cuestiones existenciales todo se relega a la voluntad…

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