8 de diciembre de 2010

Oscuro


Había llegado a convertirse en un ritual, eso de ir sola a todas partes. No necesitaba a nadie para pensar, y él se había ido, cosa que en cierto modo ya era hora. Podía sonar frío, incluso cruel, pero no le echaba de menos; a quien echaba de menos era su sillón.


Aquel nuevo país era frío, lúgubre… las personas, transitorias, parecían fantasmas desvelados paseando sonámbulos a la deriva entre la niebla crepuscular que inundaba las calles del centro. El gorro de lana era incapaz de detener ese frío intenso, que erizaba los cortos cabellos incipientes de su cabeza.


No obstante, mirando la parte buena, podía recordar a diario aquel juego de niños con el que solía entretenerse los días más fríos del año: exhalaba vaho por la boca mientras entreabría los dedos sosteniendo un cigarro imaginario. Nunca había fumado (no tabaco real, claro), y se sentía satisfecha de que ese tipo de vicios no la dominara. El dominio es muy importante; no el control de las cosas, sino de ti mismo. Cuando uno camina sabe que debe anteponer un pie a otro, pues esto es lo mismo.


¿Ya había llegado? Resulta intrigante cuando a veces llegamos a un lugar sin darnos cuenta, sin mirar direcciones, simplemente caminando en un acertado devenir que nos conduce inequívocamente dónde tenemos que ir.


Se mordió un labio cuando vio timbre en la puerta. Los odiaba, los odiaba desde el mismo momento en escuchó uno. Con la mano enfundada en cuero tocó la puerta, haciendo sonar la gruesa madera helada por encima del coche que pasaba en ese mismo momento por detrás de ella, levantando un viento con sabor a gasolina un tanto desagradable.


Una anciana abrió la puerta y sonrió afablemente, como si la conociese de toda la vida aunque solo frecuentara el local desde hacía unos días.


- Eres la única que entra por aquí, ¿lo sabes?


Por supuesto que lo sabía, pero sobraba contestar, así que sonrió escuetamente mientras se retiraba el gorro y pasaba dentro, donde una ola de calor hogareño la acogió en su seno.


- No me gusta la otra puerta.


Ahora la que sonreía era la anciana, que amablemente le tomó el abrigo y lo llevó consigo pasillo arriba. Ella, retorciendo el gorro de lana en su mano izquierda, acarició con la derecha la madera interior de la puerta, casi en gesto de agradecimiento.


El motivo de que no le gustara la otra puerta era que había perdido su identidad. Aquella puerta no necesitaba ser abierta, no se precisaba de permiso para franquearla, y ante todo, nunca había una sonrisa que la recibiera.


Cuando llegó al gran salón y vio a esa puerta, la miró con desprecio mientras un grupo de dos parejas jóvenes la atravesaba entre risas y se dirigía a la barra del bar. Era probable que creyeran que ese entrecejo fruncido iba dirigido hacia ellos, pero bueno, ¿qué más daba?


Se giró y vio su abrigo sobre un sofá de cuero verde, y una copa con un trozo de limón flotando en el líquido transparente que contenía.


Fue hacia allí y se sentó, dejando el gorro sobre el abrigo y quitándose los guantes sin prisa.


Le gustaba aquel bar, pequeño e íntimo, gobernado por un matrimonio entrado en años para el que cada cliente era una persona, no una fuente de ingresos. Habían captado los gustos de la chica muy pronto, de hecho. Le dolería la jubilación de esos ancianos, al menos si permanecía en la ciudad para cuando aconteciera.


Una vez estuvo acomodada dio un sorbo a la copa. Sonrió y arrugó la lengua dentro de la boca, aplastándola luego contra el paladar por el ácido del limón. Delicioso.


Con un mohín de disgusto en la cara vio que en la mesita que tenía frente a ella había una lámpara de refinada mampara hecha en vidrio de colores. Localizó el cable y lo siguió hasta el enchufe. Lo retiró de la corriente y la luz se deshizo en un chisporroteo candente que se fue apagando poco a poco, desapareciendo.


Ahora, la parte del local en la que ella estaba se había vuelto particularmente oscura, ya que las lámparas de las paredes contribuían los justo como para crear un ambiente sosegado junto a una música tan suave que parecía que proviniera de otra casa.


Allí pasaba horas, sola, sentada y sonriente. A veces, la gente asidua al local se refería a ella como La Oscura, esa que no tenía novio, esa que nunca iba con nadie, esa que se bastaba para sonreír por ella misma… Podía parecer oscura, pero su alma no lo era. Si no tenía compañía era porque no la necesitaba.


Muchas personas no entienden de recrearse en los pensamientos, de emplear el silencio como herramienta para la comprensión, de divagar entre un mar de ideas, de entrar en casa cuando el día ha declinado ya…


Cuando quiso darse cuenta, estaba sola en el bar y su copa estaba vacía. Ante la mirada inquisitiva de la viejecita, a su lado, dijo suavemente.


- Otro agua, por favor.



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