28 de julio de 2013

I. De lo que fue Tadeo Drahomanov


En cierto modo hay pocas cosas estancas en el mundo. Las montañas acaban convirtiéndose en polvo, y ríos que antes llevaban barcos se evaporan gota a gota con el paso del tiempo. No obstante y en cierto modo, Tadeo Drahomanov nunca ha sido así, y sin embargo, siempre lo ha sido.

Corrían tiempos en los que la imprenta era un lujo, ni qué decir el papel. Muchos morían por designio divino y el pecado engendraba temor en el fiel. La gente era clasista, y había de los que trabajan desde el momento de su nacimiento y también de los que morían sin haber trabajado en toda su vida. Era difícil elegir tal condición, y sin embargo, Erzebet no podría haber tenido más suerte.

La familia Drahomanov era una familia afincada en la zona más meridional de lo que actualmente se conoce como Ucrania. El siglo anterior habían llegado a esas tierras portando grandes riquezas desde Polonia junto a otros muchos nobles, y aunque seguían manteniendo un feudo considerable, no podía decirse que fueran extremadamente ricos. Erzebet Drahomanov no era ni tan siquiera la primogénita, solo era un juguete del destino que serviría para enlazar a los Drahomanov sanguíneamente con otra familia… Lo que no sabían sus padres era cuáles acabarían siendo esos lazos de sangre y hasta qué punto determinarían el destino de Erzebet.
 
La chica no era guapa, aunque bien visto, si hubiera sido campesina tampoco le habrían tirado piedras. Era una muchacha más bien discreta y espabilada, que disfrutaba observando lo que ocurría a su alrededor. Era lo que podríamos definir una espectadora, alguien que se limita a contemplar una sucesión de acontecimientos hasta que por un motivo u otro, su rol le exige una participación directa. Erzebet, en resumen, no era nadie y lo era todo: una carta de la familia para acceder a un nuevo círculo tan moda en la Ucrania zarista: la frívola y rancia burguesía cosmopolita.
 
La habían educado para ser recatada cuando le correspondía; altanera, si la situación ponía en duda su abolengo. Dócil, si las órdenes venían de quien la debía desposar y sobre todo, realista en cuanto a qué virtudes enaltecer. Erzebet no estaba destinada a quedarse en las tierras que le habían visto nacer, tierras bañadas por el caliente Mar Negro. Su región, que en estos días se conoce por otro nombre, comerciaba principalmente con la próxima Rumanía. Y el valor de la muchacha como moneda de cambio permitía expandir horizontes familiares, pues los ricos mercaderes que paseaban por aquellas rutas a menudo posaban sus ojos en las pueblerinas.
 
Nacer para casarse y engendrar. Crecer para dar leche y criar. Envejecer, para cuidar del consorte y enfermar. Morir por Dios, y con un buen saco de hijos bajo el brazo para demostrar cuán fuerte es la sangre familiar.
 
Erzebet repetía siempre la misma canción que le enseñaba el ama de cría que la había educado, y todos podían pensar que el partido que era la dulce, dulce Erzebet. Sin embargo, pues siempre hay un sin embargo, la niña sabía lo que se hacía. Erzebet veía a través de las sonrisas, tenía despiertos los instintos de una forma primitiva. Eran los instintos que los humanos, en un intento de civismo, olvidan que tienen.
 
Una noche, en un bosquecillo cerca de casa, Erzebet había encontrado un pequeño pájaro caído de un nido. No era un polluelo recién nacido, no. Éste tenía ya plumón y pronto, cuando mudara las plumas de las alas, podría volar y emprender la vida de adulto. Lo sostenía entre los dedos, acariciando su cabecita mientras lo observaba en silencio, manteniéndolo en calor en su regazo. Cualquiera que la hubiera visto habría pensado en toda la ternura e instinto maternal que engendraba la criatura, pero por la mente de Erzebet pasaba otro pensamiento.
 
- ¿Sabes que eres un egoísta, verdad Pajarito?
 
Y no cesaba de acariciarlo, con el ceño muy fruncido y una mirada neutra.
 
- Ya tienes uñas y todo… Al extremo de esas patitas que te permitirán caminar a saltitos… -decía mientras le daba tironcitos de las patas.
 
Seguía acariciándolo, mientras le paseaba el dedo entre las plumas.
 
- Y además estas bonitas, más que bonitas alas, que te podrán llevar bien lejos de aquí. 

Donde quieras. Naciste con la opción de ser libre, de elegir… De prevalecer…
La mirada de la niña se volvió dura. Dura, y cruel. Como si Erzebet hubiera vivido muchos, muchos años. Pero no, seguía teniendo solo ocho. Ocho de muchos por vivir… De pronto dejó de acariciar al pajarito y lo levantó hasta tenerlo a la altura de los ojos.
 
- Te voy a dejar elegir, un privilegio que yo nunca he tenido. Como quiero que seamos iguales me dirás qué prefieres: volar o caminar. Seré buena. Me han enseñado a ser buena.
 
* * *
 
La noche en que Erzebet contrajo nupcias fue una noche memorable. El vino corría por doquier y la familia Drahomanov celebró por todo lo alto la ansiada unión de la primogénita con un burgués que traficaba con especias y que vivía en un feudo vecino, en Rumanía.
Se casaron por el rito cristiano, y Erzebet nunca había sido una novia más sumisa y la vez, indiferente. Le hubiera gustado tener la boda de princesa que ella merecía, pero en aquel páramo frío donde el pequeño pueblo se congregaba siempre en la misma capilla, no había mucho donde elegir. Su vida ahora sería mejor, le habían dicho. También la de su familia,
después del precio que había pagado el ahora marido. Viviría entre sedas, y si no le gustaba su marido, tampoco tendría que preocuparse ya que se encontraría gran parte del tiempo viajando.
 
Pero Erzebet no había renunciado a su sueño de volar… La noche de bodas, la noche que consumaría su matrimonio, la doncella accedió a subir las escaleras de su nueva casa detrás de su marido, cogiendo su mano con la ternura que le habían inculcado. Cuando entró en la cámara, vio el gran baúl con todas sus cosas, su ajuar, y otras cosas que siempre le habían pertenecido. Ahora aquella casa también le pertenecía, pero en su corazón seguía siendo una Drahomanov. Y el sentimiento de ansias de poder de su familia no la había abandonado.
 
El burgués no tenía que pedirle permiso a Erzebet para poseerla, era suya al fin y al cabo, pero era un hombre bueno. La trataba con toda la delicadeza que un hombre de aquel siglo podía tener, y le pidió que se desnudara y recostara. Cuando toda su inmaculada piel estaba expuesta a sus ojos y se dio cuenta de que el espeso vello de su sexo atraía las miradas de su amante como si lo tuviera hipnotizado, supo que sería fácil. Él empezó a desvestirse y ella, en silencio, le sonreía desinhibida.
 
Dispuestos ambos, ella eludió su deber y se levantó corriendo como una niña excitada.
 
- Quiero enseñarte algo, mi amado esposo.
 
Este, perplejo y desde la cama, accedió de buen grado sabiendo que en unos momentos, si no ahora, la poseería de todos modos.
 
Erzebet fue hasta el gran arcón donde guardaba su ropa y enseres y lo abrió con su habitual gentileza. Cuando se giró hacia su esposo tenía los brazos cruzados sobre el pecho desnudo y sostenía un pequeño cofre de madera lacada en azul. Una preciosidad con bisagras toscas de cobre. Era su tesoro.
 
- Hoy muchos han honrado nuestro enlace con presentes, pero yo aún no te he dado mi regalo.
 
- Esta noche me ibas a regalar tu más preciado tesoro, tu virginidad.
Erzebet rió desenfadadamente, dando a entender que aquel comentario había sido el causante del rubor en sus mejillas. Tan tímida e ingenua… es la percepción de un marido idiota.
 
- Este es un regalo mucho mayor, créeme. Ha sido mi tesoro por muchos años y he esperado mucho para que llegara este día, en el que lo pudiera compartir con alguien.
Dando pasos lentos y desnudos, premeditados, sobre el tapiz de juncos secos que alfombraba el frío suelo, se aproximó al lecho con el baúl.
 
- Mi sueño siempre ha sido volar, y aunque no me creas, estoy muy cerca de poder hacerlo. He visto cómo lo hacen muchos… y no parece tan difícil… Cuando observas a un pájaro alzar el vuelo parece natural y espontáneo, al fin y al cabo han nacido para eso. Sin embargo yo nunca he podido hacerlo aunque también nací para ello.
 
La expresión del marido se había convertido en una de extrañeza, y su erección había desaparecido.
 
- La naturaleza es, por ley, injusta. Y hay muy pocas cosas que enderezan las cosas si no es por la mano del hombre. Nosotros hemos sabido demostrar cuán superiores somos domesticando al perro para que muerda a la oveja descarriada. Nosotros, hemos educado al campesino para que labre nuestras tierras y así evitar que las astillas se metan bajo nuestras uñas. Nosotros, también hemos aprendido a ser clasistas y a crear un camino en el que ante todo, prevalece el poder… Sin embargo, os confesaré algo, el hombre ha errado siempre en una cosa, y es que hay seres que nacen para volar sin alas y no les queda otra forma que conseguir un método alternativo para alcanzar el sol…
Accionó el mecanismo de apertura del baúl y vertió su contenido sobre el regazo del hombre. Azules, marrones, negras, blancas… cientos de pequeñas alas emplumadas, algunas ensangrentadas, cayeron sobre las piernas desnudas del amante sorprendido.
La mirada de Erzebet seguía siendo dulce, pero en el fondo de sus ojos brillaba una luz oscura y ávida que consumía todo lo que miraba.
 
- Tú eres las alas que necesito ahora…
 
* * *
 
Todos la seguían conociendo como la Sra. Drahomanov aunque las nupcias habían ocurrido muchos años atrás con la familia Drivicht. Conservando su apellido de soltera solo confirmaba lo que todos sospechaban: aquello era solo una farsa de matrimonio, el juego de un maestro marionetista donde Erzebet elegía en qué dirección se movían los hilos.
 
Drivicht seguía comerciando, y Erzebet había pasado los años gestionando la economía, aprendiendo política y urdiendo tramas entre los círculos por los que se movía. La conocían como la Taimada, y aunque aún era una pieza de bajo rango en el ajedrez ruso, cada vez su nombre alcanzaba un mayor radio territorial. Se movía entre grupos de cuarentonas cotorras en Kiev, donde había desplazado su residencia, aunque los veranos los pasaba en Budapest.
 
Cuando se codeaba con todas las señoronas burguesas, unas guapísimas y otras, aficionadas a lavarse la cara con ácido sulfúrico, se sentía como se podría sentir un gallo en un gallinero. Todas presumían de sus maridos, y los exhibían como trofeos cuando las visitaban en las salas sociales de la ciudad. Erzebet jamás había llevado a su marido allí, la ciudad la conocía a ella. El ego de la mujer es algo que no entiende de épocas ni de modas. Entre hembras, existe una competición en la que todo vale bajo las apariencias, y aquellas salas bien podían ser una jaula de tigresas con único plato de carne. Pero ese plato estaba bajo el hocico de Erzebet, ahora las demás solo peleaban por huesos. Lo que ella buscaba era pasar a otra liga… era superar su condición…
 
Su casa en Kiev era discreta, pero cómoda. En el pequeño salón que había junto al recibidor, la Sra. Drahomanov había establecido su improvisado despacho y aquella tarde atendía a nada más y nada menos que a Petrovski Leranov, uno de los más prósperos y prominentes empresarios y, además, venido del mismísimo San Petersburgo.
 
- ¿Cuánto? –susurró, sonriendo.
 
Su mirada, discretamente, se posaba de tanto en tanto en un pequeño baúl lacado en azul que descansaba sobre una mesita al fondo de la sala. Siempre iba con ella, siempre.
 
- Querida señora de Drivicht…
 
- Drahomanov, es Sra. Drahomanov. Pensaba que ya llevaba bastante tiempo en Kiev para haberlo oído bastantes veces.
 
Aunque estaba tranquila, Erzebet siempre deslizaba cada palabra entre sus dientes como si fuera una amenaza. Petrovski parecía incómodo, y sus dedos tamborileaban sobre la madera, tosca pero elegante.
 
- Drahomanov; Sra. Drahomanov –corrigió cuando la mirada de Erzebet centelleó. Creo que debería comprender que no puede comprar esa propiedad. Ese palacio es el edificio más emblemático de toda Kiev y ha estado en manos de mi familia muchos años. Ese edificio es un símbolo de poder, y todos saben…
 
- ¿Qué saben todos? Cuénteme.
 
Se podía cortar el aire. A pesar de que Erzebet intentaba por activa y pasiva parecer toda una señorita, cualquier hombre, independientemente de su estatus social, se sentía intimidado, como si estuviera más bien en frente de una serpiente levantada sobre su barriga; a punto de morder en cualquier descuido.
 
- Todos saben que en esta casa el señor Drivicht es su juguete, que hace con él lo que quiere. Todos saben que de alguna forma le ha cortado su virilidad y se la ha tragado. Sinceramente no me sorprendería encontrarla debajo de esa falda.
 
Erzebet tuvo que contenerse para no levantarse y lanzarle un puñetazo. Si hubiera tenido más testosterona en sangre, otro gallo habría cantado…
 
- Le voy a pedir que sea claro con su respuesta, y abandone mi casa. ¿Cuánto?
 
- No se la voy a vender a usted. Ni aunque me dieran todo el oro del Zar. Me niego a darle más poder a una mujer, es una vergüenza para este Imperio que una pueblerina de ascendencia polaca haya llegado a esto. Y no envíe a su marido a realizar la transacción, todos sabemos cómo funciona en esta casa el orden jerárquico. Da gracias que no te denuncio a la Iglesia.
 
Erzebet no tuvo que repetírselo y Pretovski salió airado de su casa. Ella se quedó allí, sentada y en gran medida frustrada. Aquel escalón no lo podía salvar. Había llegado al lugar más alto que había podido. Era una poderosa fuera de una época en la que pudiera tener el poder que merecía. Era hora de retirarse de la partida: había apostado a todo, o nada.
 
Como una idiota, comenzó a llorar de impotencia. Cogió el abrecartas y se puso a clavárselo compulsivamente en su pierna. Una vez, otra, otra, otra… Pronto por su tobillo aparecieron varios hilos de sangre, que mancharon sus calcetas de punto blancas. Tiró el abrecartas y se levantó anestesiada por el rencor a todos los hombres, por el rencor que tenía frente a una sociedad ciega: no tenían ni idea, ella era ideal para gobernar, ella sabía hacer dinero de la nada, ella era la artista de los negocios… La última y primera de su tiempo.
 
Comenzaría a empacar, abandonaban Kiev. Era hora de volver a sus raíces.
 
* * *
 
Caminaba con un bastón, cojeando renqueante y con la mirada turbia por las lágrimas derramadas durante todo el viaje. A pesar de que se había jurado no llorar, en algo tenía que seguir siendo mujer. Ver las tierras que la habían visto nacer de nuevo le hacía sentir fracasada, muy fracasada.
 
Había volado solo para acercarse al sol y caer, nunca se había dado cuenta de que sus alas eran de cera y plumas.
 
Se sumió en un silencio mortal, ni siquiera accedió a gobernar la casa y su marido volvió a llevar el peso de todo. Admitía hasta que la llamaran Sra. Dravicht. A qué había llegado… En cierto modo tenía sentido, una Drahomanov no habría permitido que usaran su apellido tras caer en la deshonra. Su familia la había usado como moneda de cambio debido a su condición, pero ella no había podido revelarse. No en aquel momento, no en aquel lugar…
 
- ¿Por qué callas, Erzebet? –le preguntó una noche su marido.
 
Ella pasaba noches y días sentada en un sillón próximo al fuego, viéndolo danzando fascinada, aunque inexpresiva. No contestó y ante la negativa, Drivicht siguió hablando.
 
- Alguien ha venido a conocerte. Lleva mucho tiempo queriendo hacerlo.
Aunque no separó la mirada del fuego, identificó unos pasos ligeros al fondo de la habitación. Luego oyó como una silla era arrastrada y alguien se sentaba. Una voz, profunda como si proviniera de los avernos, invadió la habitación.
 
Era una voz quebrada que arrastraba las palabras, y utilizaba unos vocablos antiguos, de los que ya solo se los podía leer en obras antiguas que versaban de tiempos de antes del Zar.
 
- Erzebet… ¿Por qué has vuelto aquí? ¿Te has cansado de la vida?
Entonces giró la cabeza, taciturna. No pudo articular palabra, sus ojos se convirtieron en una puerta que quedó abierta, y como si un vendaval se colara en su mente se sintió despojada de toda privacidad, de toda identidad. Se sintió vacía y vulnerable. Expuesta.
De alguna forma que no sabría explicar, él le contó quién era. No dio su nombre, pero supo que no era humano. Sus ojos oscuros, constituidos únicamente por una pupila enorme, se habían convertido en una imagen aterradora… y fascinante. Vestía con harapos, pero sabía que la grandeza que escondía no tenía parangón.
Querría haber corrido lejos de allí. Esconderse y temblar. Pero no podía, él le paralizaba y cuando quiso, vio a su marido tras la figura del invitado, rozándole el hombro.
 
- Sí, lo has hecho bien –le decía, a la vez que le ofrecía el brazo.
Drivicht se aferró a la muñeca, de un pálido fantasmal, y se la llevó a la boca con ansia. Mientras él se saciaba, el vástago no dejó de mirarla.
 
Le dijo que la había estado observando desde que se había casado con Drivicht. Él había sido por mucho tiempo uno de sus vasallos (¿ghoul lo llamó?), y pensaba convertirle a ella también en una antes de que presenciara la noche de nupcias, cuando le contó sus secretos y aspiraciones a su marido recién desposado. Entonces le destinó otros planes, y se divirtió viendo cómo a su manera, había convertido a Drivicht en otro ghoul. ¡Y toda una humana!
 
Por supuesto, Drivicht acudió a pedir ayuda a su amo, y de alguna forma con lo que contaba solo conseguía divertirle más y más, de forma que no solo se la negaba sino que además, le obligaba a seguir el juego y dejarse dominar.
 
- Entonces comprendí que tenías madera… para trascender.
 
En ese momento Erzebet se dio cuenta de que el invitado estaba mucho más cerca de lo que pensaba, casi encima de ella. Como si no le quedara un solo músculo con vida, no podía moverse del sillón y seguía con los ojos clavados en la criatura. Si tuviera que describirla hoy, probablemente diría una de tantas… pero en aquel instante le pareció alguien horrible. Su rostro estaba surcado de unas líneas verticales antinaturales, como arrugas perfectamente trazadas y queratinizadas que remarcaban sus ojos, de un negro profundo. No tenía cejas y la barbilla acaba en un ángulo extraño, antinatural. Aunque iba envuelto en harapos hasta los tobillos, el manto andrajoso que lo envolvía evidenciaba su extraordinariamente elevada estatura.
 
Entonces fue cuando sintió miedo. Y simplemente fue porque racionalizó la situación y entendió cómo había desaparecido el sentido de todo. Clavó las uñas en los brazos de madera del sillón y se hundió tanto como pudo entre el cuero curtido y los cojines.
 
El vástago chasqueó la lengua y llevó su mano hasta la barbilla de Erzebet, alargando unos dedos extremadamente finos y afilados.
 
- Mírame, Erzebet. He dicho que me mires… Todo va bien, ¿por qué tiemblas?
Como si una gota de serenidad se deslizara por su espalda, comenzando desde su nuca, se tranquilizó y dejó de tiritar. Aquel fuego era reconfortante y tenía ganas de escuchar lo que el invitado dijera.
 
- ¿No te has rendido, no? No, eres una buena chica… Alguien fuerte… Alguien… infrecuente…
 
Y después no se anduvo con rodeos y le contó su plan. Era hora de cambiar su camino, era hora de resucitar… Era hora de iniciar un camino por el que no podía andar con los pies que vestía… Era tiempo de metamorfosis.
 
* * *
 
La primera vez que la probó –la sangre-, Erzebet se sintió aturdida, extasiada, plena y llena de un júbilo y exaltación que ni altas dosis de alcohol habían logrado. ¿Qué diablos era aquello? Solo sabía que quería más, y la seguiría reclamando hasta saciarse…
 
Con el tiempo Viktor, pues así le había recomendado llamarle su amo, le explicó quién era y qué debía hacer para con él. Qué le debía y, a cambio, qué recibiría. Fue entonces cuando comprendió que la puerta que había atravesado era una puerta que debía cerrar para no volver nunca atrás.
 
La vida de un humano, por norma general, no es una vida predestinada a grandes cosas o hazañas. Es más bien un tiempo breve en el que las aspiraciones son comedidas, las riquezas heredadas y los actos de valor y fe, fortuitos y poco planificados. No hay tiempo ni fuerzas suficientes para alcanzar metas elevadas. Metas, como las de Erzebet Drahomanov.
 
Cada día tenía menos arrugas, y se veía hermosa y radiante. Por supuesto, volvió a mudarse a Kiev, donde persistió en la compra de negocios clave que hizo que expandiera su negocio sobremanera.
 
Las cuentas iban bien, ahora que la pantomima estaba revelada con Dravicht, hacía lo que quería de él descaradamente. Era claramente la favorita de Viktor y gozar de su protección y beneficio era algo más que una justificación para la carta blanca de la que disfrutaba. No obstante, las propiedades de Petrovich seguían siendo inaccesibles, y eso era algo que siempre le reconcomería.
 
- ¿Qué te preocupa? No dejo de borrarte arrugas y reaparecen, y reaparecen… -dijo una noche el amo.
 
Erzebet le contó lo que había querido siempre, la humillación que había sufrido y por qué había huido la primera vez que estuviera en Kiev. El motivo: Petrovski Leranov.
 
Con el tiempo, este tipo había ganado poder. Muchos de los lugares que había tenido en mente Erzebet ahora estaban en sus manos, lo que sumado a las ya anteriores posesiones familiares lo convertía en el indiscutible y adinerado cabeza social en la jerarquía ucraniana de poder.
 
Quería lo que la familia Leranov le había quitado y, además, lo que ella misma nunca había tenido. Lo quería todo, lo ansiaba.
 
- Debes calmarte, me gusta tu actitud pero debes aprender a ser más paciente y menos… impulsiva. Te ayudaré, pero tú tendrás que obedecer y acatar mis reglas. Deberás dejar de abandonarte a los impulsos de una mujer así… Ven.
 
Erzebet, sujetó el bastón con fuerza y avanzó hacia Viktor. Aquella herida, meses atrás, le había dejado una cojera que no sanaba, que no sanaría… por sí sola.
 
El vampiro le desgarró el vestido y ella no se inmutó. Capa tras capa de ropa rasgada finalmente quedó su piel expuesta, blanquecina al estar siempre oculta al sol. Numerosas manchas de cicatrices tapizaban su muslo hasta la rodilla en recuerdo de aquel abrecartas y furia liberada. Los dedos del no muerto tocaron la piel y como si estuvieran recubiertos de pegamento, sintió como la palpación era algo más que una caricia.
 
La capa más externa de la piel, la epidermis, se arrugaba con cada caricia que le hacía en torno a las heridas. Como si fuera una piel madura de fruta llena de arrugas, que se mueve sobre el fruto blando. Así, tirando, levantó la piel sin que sintiera absolutamente nada.
 
Con las uñas, aquí y allá, apartaba las fibras de matriz dérmica hasta llegar al músculo dañado. Con los dedos accedió a las sarcómeras de forma que, dando enérgicos masajes con las yemas de los dedos les devolvió la elasticidad perdida, colocándolas de nuevo en el sitio y tensando los tendones rotos. Luego, la dermis volvió a su lugar y la piel volvió a tapizar un cuerpo reparado. Impecable…
 
Lo que habría sido miedo en cualquier otro humano, la apasionó. ¿Aquello era posible?
 
- ¿Cómo? ¿Esto es…? Enséñame, te lo suplico. Haré lo que me pidas. Cambiaré, cambiaré…
 
Viktor esbozó una sonrisa. Le tendió una mano y la ayudó a levantarse y a avanzar tras él con unos pasos llenos de la elegancia recuperada… Con una Erzebet, al fin, abierta al cambio… 
 
* * *
 
El alcaloide que deslizó Drivicht en la copa de Petrovich fue una acción discreta, ilusoria, en el bar de caballeros de la ciudad. El hecho de cogerle dormido del sillón y deslizarlo en un coche de caballos ya fue otro cantar, pero al final las cosas sucedieron del modo deseado: con discreción.
 
Cuando Petrovich despertó estaba desnudo, y Erzebet estaba frente a él, arrodillada y con un afilado cuchillo en la mano. Su mirada se centraba en su órgano sexual, aunque cuando se percató de que estaba despierto le miró a él a los ojos.
 
- Hola, señor Leranov. Qué gusto vernos otra vez.
 
- Zorra, ¿qué me has hecho? ¿Quién te ha ayudado? Mereces que te rompa el cráneo con una piedra, bruja. Vete a tu pueblo de mierda lejos de la civilización, nunca deberías haberte aventurado a jugar un juego de hombres…
 
- Y a eso iba, señor Leranov. A eso iba… Muy pronto voy a tener todas las herramientas que usted considera necesarias para jugar.
 
Petrovich Leranov palideció, y su fino y elaborado bigote resaltó en su rostro sobre tal blanca tez. Parecía haber envejecido varios años tan pronto apareció la figura de Viktor por detrás. No dijo nada, y Erzebet siguió.
 
- Me ha hecho daño, Petrovich. Me ha hecho mucho daño, pero creo que esto le va a doler más.
 
Sin dar tiempo a reaccionar al señor atado frente a ella, aproximó el cuchillo a su pelvis y lo hundió en una zona próxima al ombligo. El alarido que invadió la estancia fue terrible, pero la Sra. Drahomanov no se amedrentó y siguió serrando, serrando… en círculo. Sintiendo cómo cortaba cada ligamento, grasa, músculo, tendón… Cuando llegó al peritoneo y sintió vio cómo su escroto se contraía no pudo reprimir una sonrisa. Y la sangre, sí… Era como degollar a un cerdo, un cerdo que gritó y gritó hasta que perdió la conciencia.
Cuando se levantó, lanzó el cuchillo por los aires y levantó su trofeo, su viril trofeo. Se giró hacia Viktor y este rápidamente cortó la hemorragia de Petrovich. Cuando se reanimó se horrorizó viéndose la mancha sanguinolenta y de carne destrozada, pero la voz se había apagado en su garganta, como si una mano invisible la retuviera y le impidiera escupir palabras.
 
Erzebet levantó mucho la cabeza, altiva, y se recostó en el suelo frente a Petrovich con las piernas en su dirección. Dejando los genitales arrancados en el suelo, se desgarró el vestido desde los tobillos hasta su cintura y quedó desnuda de ombligo para abajo.
 
- Lo quiero en mí. Y quiero que lo vea.
 
El vampiro, sin dejar de sonreír, se puso en cuclillas al lado de Erzebet y comenzó a instalarle su nuevo órgano: su masculinidad. El proceso fue de lo más extraño; por supuesto, indoloro. La mujer ucraniana alcanzaba una nueva cima, una que nunca habría podido aspirar por sus medios iniciales. Cuando el trabajo estuvo finalizado se vio exultante, se levantó y se acabó de arrancar el vestido, quedando completamente desnuda y sudorosa, con su nuevo sexo frente a su antiguo dueño.
 
- Vamos a acabar lo que hemos empezado… Vamos a transformarte…
 
Lentamente, y durante lo que parecieron horas, Viktor ayudó a Erzebet a tenderse en el suelo y poco a poco fue modificando cada milímetro de su carne, cambiando cada gota de su sangre por una identidad que arrastraría durante mucho tiempo. Lamentablemente, el señor Leranov no aguantó hasta el final y lanzó su último suspiro poco antes que Drivicht entrar por la puerta, taciturno, con un espejo de cobre en la mano. Cuando se lo tendió a Erzebet y esta lo sujetó entre sus dedos, mucho más largos y fuertes ahora, esbozó una sonrisa taimada que contrajo su recién adquirido bigote.
 
Las pequeñas venas bajo los ojos se irisaron y sintió como si un rubor le invadiera el rostro. ¿Estaba excitada? Se palpó la ausencia de sus senos, y enredó sus dedos entre el vello que cubría su pecho ahora, rizado y negro. Ya no tenía melena y ahora, su pelo caía con una elegancia que en Petrovich siempre había despreciado.
 
- Encantado de conocerle, señor Petrovich Leranov.
 
- No –dijo la fuera Erzebet, nunca más habrá un Petrovich Leranov. Yo soy Tadeo; Tadeo Drahomanov.
 
Viktor fue hacia Tadeo y sin que apenas lo notara éste, su sangre comenzó a abandonar su cuerpo gota a gota. Se sintió flaquear pero había algo que le llenaba, algún tipo de siniestra
energía que le recorría la columna vertebral. Cuando sintió un líquido bajar por su garganta lo supo. Erzebet había muerto.
 
- Álzate ahora como mi chiquillo, Tadeo Drahomanov…
 
* * *
 
Lo que sobrevino a esa noche es difícil de resumir. Aunque Erzebet pretendiera hacerse con Kiev, Tadeo pareció fascinarse por lo que sus manos podían hacer ahora y por aprender canto pudiera sobre su nueva condición. Tras adquirir las viviendas que había deseado en vida, encontró inmensamente aburrido seguir un juego de poder a un nivel tan diferente.
 
Se introdujo en la comunidad Tzimisce a su manera. Todos eran bastante autónomos, aunque las relaciones que estableció le sirvieron para aprender cuanto necesitó, se instaló en Kiev, la urbe civilizada más cercana que le permitía seguir de cerca cómo el ganado seguía esa lucha por el poder. Descubrió que el poder es algo abstracto, algo que todos desean pero que está solo accesible a las manos más largas. Con sus habilidades… eso no sería nunca más un problema.
 
Tadeo vivió para cambiar; sin embargo, aquella caja de azul lacado, siempre la conservó… Como así su apellido y orgullo: Drahomanov.


Artista: http://arsseraphim.deviantart.com/


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