8 de agosto de 2010

Agonizar



Intermitentemente pulsante, el latido en su pecho amenazaba con pararse en cualquier momento, como ese motor de barco que a trompicones lucha contra las olas cuando comienza a faltarle la gasolina.


Todo aquello era mucho más intrincado de lo que decían, mucho más allá de la banal jerga que el doctor se había empeñado en usar constantemente para referirse a su problemática enfermedad.


Detrás de aquel humano, había una persona.



Alguien complejo con sus más y sus menos, pero algo más que un entresijo de tejidos perecederos.


Esa maraña de tubos era un estorbo para sus propósitos, escritos cuando todo aquello había sido imprevisible, cuando no cabía la posibilidad de que pasara.


Pero su piel aún desprendía ese cotidiano calor, y aunque fuera levemente, su pecho aún se levantaba bajo aquella bata barata promovida por gobiernos con bajos presupuestos. Había ojos que le miraban, miradas de desconocidos principalmente que se paseaban por la habitación varias veces al día para fruncir el ceño mientras anotaban cuestiones superiores en sus libretas, pero ella no se apartaría de su lado hasta que su voluntad no se viera cumplida al cien por cien.


Debía verlo, hasta el final. Sin importar el qué.


Lo notaba, a cada día que pasaba. Podía decirse que sentía a la arena del reloj escurrirse por su espalda, arañándola con su sílice de cantos afilados. Había momentos de desesperación en los que sus manos, nerviosas e inconscientes, frotaban sus sienes con demasiado compulsivamente. Y esa pierna traqueteaba talón suelo, talón suelo…


No hablaban. No era necesario. Habían tenido una vida para hablarse, y si durante toda esa vida no se habían dicho nada, aquellos últimos momentos no solucionarían nada.


Cuando torcía su cabeza hacia la derecha, ver ese recuadro de doble cristal incrustado en la pared no le decía nada. Era simplemente una ventana de hospital, una más de las cien o mil o quién sabe cuántas pudiera haber en la idílica fachada.



Al menos tenía tiempo, le habían dado un respiro en el trabajo para cuidar de su padre. Ella lo había rechazado al principio, pero lo reconsideró cuando recibió aquella carta, con aquellas palabras…


No parecías tú, papá…


Se recordaba a ella misma, con las manos temblorosas sujetando la carta y un encendedor, pero finalmente había decidido conservarla, sólo por si acaso… Y allí estaba.


El sonido de la respiración a través de una mascarilla de oxígeno es difuso y demasiado ruidoso, pero cada lugar tiene sus sonidos… y sus olores… Y ella detestaba profusamente el olor de la comida que servían allí.


El respaldo de la silla le estaba matando. Apoyó la cabeza contra la pared quizás demasiado violentamente y a tientas extrajo del bolso una bolsa de galletas con fibra. Sacó una y comenzó a mordisquearla sin ganas, desplegando un contingente de migas y pequeños trozos de cereales no suficientemente machados por el jersey completamente negro que llevaba usando ya tres días.


Lo daría todo por un baño. Bueno, todo no, pero sí una suma suficientemente importante.


Cuándo te darás cuenta…


Cerró los ojos e instintivamente se llevó la mano con la que no sujetaba la bolsa de galletas a la cabeza, acariciando cada uno de los incipientes pelos que sobresalían sobre su cuero cabelludo.


Yo he cumplido mi promesa, susurró a su padre, aunque sólo recibió por respuesta el pitido de sus constantes vitales provenientes de una máquina, siempre constantes…


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