24 de octubre de 2009

Mar de Fango



          Pisadas lentas, huellas profundas. Los músculos se tensan y el rostro expresa esa sensación tan nítida de un sobreesfuerzo, de una actitud que no puede durar por siempre. 

 

            ¿Y dónde quedó el agua cristalina?

 

            Ni las penas ni los años pueden llegar a pesar tanto, nunca así. Es más bien como si te movieras en un mar de fango, un mar que te llega por las rodillas e impide que corras o intentes moverte más rápido. Tal es la densidad, que en cualquier momento parece que fuera a tragarte, a engullirte en una húmeda oscuridad indeseada.

 

            ¿Resistencia? ¿Cuánto se puede resistir? Es la congoja lo que frena el paso otrora decidido. Y el cansancio merma inevitablemente al ánimo, a las ganas y a las fuerzas existentes.

 

            No es fácil, ni sencillo. Nadie dijo que fuera a serlo y no obstante, aún te sorprende y te aplasta más y más. Te sientes mancillado. El sudor que te recorre la columna, concentrado en esa diminuta gota que desciende furtiva bajo la ropa, es más fría que cualquier carámbano, que cualquier invierno alpino. El escalofrío que le sucede simplemente es una mota más en la distorsión de una realidad que antes podía brillar nívea.

 

            Ahora todo desemboca en barro, en cieno, en fango y más fango. Pronto pierdes un zapato, y eres consciente de que no lo vas a recuperar.

 

            Y se avecina una tormenta, y esa voz te lo repite, y por fin lo entiendes:

 

            Sólo existe lo inevitable”.

 

            Y si el corazón sigue latiendo, es porque el sufrimiento es necesario, y porque necesitas respirar para sentirlo, porque precisas de vivir hasta ese Entonces, por y para el Destino y sus malas artes.



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