26 de noviembre de 2009

Durazno



¿Por qué tanto odio? Ya no existe ni la necesidad ni la dependencia. Los días de complicidad terminaron. Todo asemeja un enorme tobogán untado con demasiada mantequilla sobre el cual resbalan las cosas de una forma desmesurada, precipitándose a un final, a un salto final frenético, tras el que no sabes si habrá un lugar en el que poner los pies; aunque siempre puedes volver a caer a ese confortable vacío.

 

Dame alas para volar más y más alto, y así poder quebrar las luces que se esconden detrás de esas nubes de azufre. La oscuridad hace crecer las cosas de un modo diferente, y pronto podrás comprobarlo. Has podido rozar con tus yemas toda esa aspereza, lograste escuchar los sonidos más recónditos que te puedas imaginar, incluso se te ofreció algo que superaba el intercambio equivalente. Y no obstante, en tu ignorancia, rebosante de ingenuidad, tu boca se llenó de un fétido miasma que ha ido vertiéndose con cada palabra, que ha ido ponzoñando cada cosa que tocabas. No es oro, no lo es por mucho que lo veas brillar. ¿Aún no te decidiste a abrir tus segundos párpados?

 

Es como la piel de un melocotón: seguirá desprendiendo ese peculiar aroma, ni lo dudes por un momento siquiera; y no obstante, cuando te decidas a retirar esa piel, el jugo hará que resbale por tus manos, incapacitándote hasta el punto en el que realmente tus ganas voraces cesarán. No será desagradable, ni el cuchillo se volverá contra ti. Ningún mal caerá guillotinándote… simplemente, perderás.

 

Amargamente, todo radica en ese punto infinito, en la inmensidad, suspendido sobre un nido de arañas con una seda que arde cuando la llama se acerca demasiado...

 

Adiós, hasta que comprendas. Adiós, hasta que lo entiendas…

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